Hoy se pretende legitimar conductas pecaminosas como alternativas al matrimonio cristiano. Formas de concubinato, como el “matrimonio de prueba” o el “matrimonio de camaradería”, que debemos rechazar tajantemente. Mons. Tihamér Tóth Todos conocemos la dolorosa crisis que atraviesa actualmente la familia. Todos oímos como crujen y se agrietan los muros de la sociedad, por haberse conmovido los cimientos de la vida social, es decir, la vida familiar. El cristianismo tiene su medicina para esta enfermedad moral, como ya vimos en los artículos anteriores e iremos viéndolo en los siguientes. Pero el presente artículo estará consagrado al estudio de algunos fantasiosos planes de reforma —alejados de la luz del Evangelio—, que algunos han propuesto para resolver este problema vital, con el fin de mostrar con toda claridad a qué oscuros precipicios nos pueden llevar. Mencionaré primero algunos ejemplos de este matrimonio “reformado”, y después expondré por qué rechaza la Iglesia estas reformas matrimoniales. La realidad santa del matrimonio cristiano es la alianza entre un solo hombre y una sola mujer, alianza que dura hasta que la muerte los separa. Contra esta institución se propagan hoy dos nuevas formas. Una es el “matrimonio de prueba”; la otra, el “matrimonio de camaradería”. El mal llamado “matrimonio de prueba” “¡Matrimonio de prueba!”, “¿Matrimonio de ensayo?”. ¿No suena esta expresión asombrosamente frívola? Podemos probar una casa; la alquilamos, y si no nos gusta nos vamos al cabo de un mes o de un trimestre. Podemos probar un auto: sale un nuevo modelo, y cambiamos el antiguo por este nuevo. Pero ¿es posible cambiar la esposa como se cambia una casa que ya no gusta o un auto pasado de moda? “¿Matrimonio de prueba?”. Basta fijarnos un poco en la expresión para ver lo desatinada que es, como si dijéramos un aro de hierro hecho de madera, un círculo cuadrado. El matrimonio no puede contraerse por un año o dos, con la idea de “mientras tanto probémoslo, ensayémoslo”. Porque lo que se ensaya durante este lapso de tiempo no es matrimonio. Pertenece a la esencia del matrimonio la unión perfecta, la fusión completa de corazones y de almas; y ello reclama el sentimiento de estabilidad, la conciencia de la indisolubilidad, la exclusión del temor de que un día pueda ser de otra manera. Pertenece a la esencia del matrimonio la nota de la constancia. Pero ¿cómo van a probar la constancia los que ni siquiera se comprometen a ella, ya que no intentan más que un “ensayo”? Así, pues, lo que se llama matrimonio de ensayo dista mucho de ser una prueba del verdadero matrimonio; no es más que un paladear egoísta de los placeres sensuales; es huir del deber; es carecer completamente de los principios y fuerzas que brotan del matrimonio verdadero. “Pero ¿no es una temeridad obligarnos con juramento a algo que no sabemos si podremos cumplir? ¿Quién se atreve a jurar que no abandonará a la esposa, que no lo hará cuando surjan problemas, cuando ni siquiera ha probado cómo será la vida con ella?”
Así arguyen algunos. Pero se trata de un argumento engañoso, pueril y carente de fundamento científico. La psicoterapia más moderna da la razón precisamente a la forma cristiana del matrimonio. Está comprobado que una decisión terminante y firme —una promesa irrevocable—, influye de manera eficaz en todo nuestro mundo intelectivo y volitivo robusteciéndolo, activando valores latentes —las buenas cualidades que estaban hasta entonces dormidas—, moviéndolo a entablar combate contra la atracción de los sentidos y las seducciones que puedan quebrantar tal decisión. El juramento solemne de fidelidad nos acompañará a manera de ángel custodio durante toda la vida, alentándonos y confortándonos, educándonos en la abnegación, en el saber perdonar, en aceptar al otro. ¡Lo he jurado, he de cumplirlo, no puedo obrar de otra manera! En cambio, la falta de decisión, el estar siempre abierto a cambiar de propósito, el pensamiento de que “¿para qué voy a esforzarme, si es posible arreglarlo de otra manera?”, anula en gran parte el esfuerzo por perseverar, por mejorar, por dominarse uno a sí mismo. El que sabe que puede disolver cuando quiera su matrimonio, fácilmente encontrará falsas razones para justificar su egoísmo en cuanto las cosas se pongan mal. Hay una profunda psicología en la expresión del Concilio de Trento, según la cual la gracia sacramental del matrimonio “colma el amor, robustece la unión indisoluble y santifica a los consortes” (Ses. 24). La gracia realmente multiplica las fuerzas naturales, de suerte que el hombre confortado con la gracia del sacramento se hace capaz de cumplir la promesa de fidelidad hasta la muerte que hizo en su día, lo que quizá no podría cumplir el hombre que solo se vale de sus propias fuerzas. De modo que nadie puede poner por excusa que él ha nacido con una inclinación propensa a la poligamia. ¿Qué dirías si tu empleado te estafara y te dijera: “Señor, no se escandalice de mi robo; porque ya ve usted, yo tengo una constitución propensa al egoísmo”? Y ¿qué dirías si tu hijo, que tras ser descubierto que mentía, se saliese con la excusa: “No te molestes, papá, porque yo he nacido con una inclinación propensa a la mentira”? Nadie tiene derecho de achacarle a su “constitución” el mentir, el robar, ni tampoco la infidelidad conyugal. Antes bien, habría de reconocer que no le place luchar contra su naturaleza inclinada al mal, que todos tenemos y no solamente él. “Matrimonio de camaradería” Hay quienes reconocen que el “matrimonio de prueba” es en sí mismo una contradicción, y, con todo, se resisten a aceptar la forma cristiana del matrimonio. Para ello lanzan un nuevo lema: el “matrimonio de camaradería”. “No seamos esposos según el significado antiguo de la palabra; vivamos tan solo juntos como buenos amigos”. Quien lanza la idea del “matrimonio de camaradería” desconoce por completo el alma de la mujer y quiere trastocar del todo su naturaleza. Porque un rasgo fundamental de la mujer es mirar con cierta admiración a aquel a quien ama, porque él es más fuerte y así ella puede sentirse bien amparada por el amor que la protege. De ahí la experiencia secular que inspira consejos como estos: el hombre, en lo posible, ha de tener mayor estatura que su esposa, y en cuanto a instrucción, ha de estar por encima de ella. Este mismo deseo natural, a saber, el instinto de admiración que tiene la mujer ante su esposo, demuestra que las relaciones espirituales entre el marido y la mujer no pueden ser de mera camaradería. Pero aun tomando la palabra en un buen sentido, y aun admitiendo que en todos los matrimonios ideales vienen los esposos a ser hasta cierto punto buenos camaradas, buenos amigos que se ayudan, confortan, consuelan y alegran mutuamente, hemos de advertir que en el llamado “matrimonio de camaradería” no se trata de esto. En él la mujer no es una parte que goce de iguales derechos, sino que es un juguete entregado al capricho del hombre, que este conserva junto a sí mientras se le antoje y mientras le sea aprovechable. Es lógico que, tal como esta concebido, en un “matrimonio de camaradería” no se quieran tener hijos. Y así resulta que por los deseos egoístas del hombre, la mujer tiene que renunciar a su más profundo deseo, a lo que significa para ella muchas veces la felicidad en la tierra: ha de renunciar a la maternidad. Dígame lector, ¿no es un inicuo juego de palabras llamar a un ser tan egoísta “camarada”? Ni tampoco satisface al hombre esta “camaradería”. Lo demuestra la vida con elocuentes ejemplos. Sucede muchas veces que, por fin, el hombre se hastía de la vida licenciosa que el “matrimonio de camaradería” lleva consigo, y se resuelve a contraer matrimonio verdadero. Sí, esto ocurre con bastante frecuencia. Y son muy contados los casos en que el hombre se casa con su antigua “camarada”. ¡No! Ya la conoce demasiado. Ya sabe de sobra cuán poco digna es de un matrimonio verdadero. De manera que en estos “matrimonios reformados” la suerte que le está reservada a la mujer es la de la hoja arrancada del árbol: el viento va jugando con ella durante cierto tiempo, la levanta, le hace dar piruetas, le hace bailar, pero al final la deja caer en el fango de la calle. “Pero ¿es que la Iglesia —se nos arguye— no se da cuenta que el desarrollo humano tiende hacia una libertad cada vez mayor? Este creciente deseo de libertad no puede compaginarse en absoluto con el antiguo y rígido marco de la vida matrimonial”. ¡Qué desatinada y superficial forma de pensar! Una señal de que la cultura se desarrolla en un pueblo son precisamente las leyes, normas y prescripciones. ¡Todo un intrincado código de prescripciones, de reglas de urbanidad y de educación, limitan en nosotros las pretensiones instintivas y comodonas nacidas de nuestro egoísmo! Todas estas reglas y prescripciones las introdujo el hombre a medida que iba desarrollándose la cultura, a medida que iba viendo más claramente que son condiciones básicas para la convivencia humana. ¿Será el matrimonio la única excepción? ¿Que la forma cristiana del matrimonio no responde al deseo de libertad del hombre? El hombre adquiere libertad a medida que pone cadenas a las fieras que lleva dentro. ¿No es significativo que donde se dan más prescripciones sociales, ceremonias y convencionalismos, es precisamente en el pueblo al parecer más libre: el pueblo inglés? De modo que las formas exteriores y la libertad interior no son extremos que se excluyan. Más bien sucede al revés: las formas exteriores obligatorias son muchas veces el sostén para que la parte más valiosa, más noble de nuestro yo pueda manifestarse libremente. La Iglesia rechaza el matrimonio “reformado” Luego de lo expuesto, no creo que sea difícil comprender por qué rechaza la Iglesia estas erróneas reformas del matrimonio. Las rechaza porque no se apoyan en argumentos sólidos; las condena por las consecuencias catastróficas que acarrean. Concedemos que algunos argumentos son tan capciosos, tan atractivos que al oírlos por vez primera quedamos como aturdidos. Sin embargo, al examinarlos más detenidamente, descubriremos su poca consistencia. Por ejemplo, uno de los argumentos que más se aceptan es el siguiente: “Nos juramos fidelidad hasta la muerte. Pero al vivir juntos descubrimos que no fuimos creados el uno para el otro. Durante años procuramos adaptarnos, mas la situación iba empeorando. Hoy día ya es tan profundo el odio que nos tenemos, que la vida en común no es sino una mentira continua y una disputa incesante. ¿No es mucho más noble que nos separemos, en vez de aparentar hipócritamente una fidelidad y un amor que no existen?”. Ante todo hemos de reconocer que el caso aducido es por desgracia posible. ¿Odio profundo? ¡Qué expresión más horrenda en labios cristianos! ¿Qué esposos se odian ferozmente después de casarse? Precisamente los que se profesaban un amor loco antes de casarse. Lo que ocurre en estos casos es que la fuerte atracción, el amor apasionado que se tenían, se cimentaba únicamente en motivos exteriores y sensuales, los cuales al ir desapareciendo después del matrimonio, pueden trasformarse en odio. Porque todo cuanto se basa únicamente en lo físico, que es mutable, muda también. El amor y el cariño van menguando en la misma medida en que disminuye la hermosura, la salud, la juventud, o bien la fortuna, el prestigio, el éxito terreno de los esposos. El que funda su matrimonio en un terreno tan movedizo, no ha de maravillarse que con el pasar de los años se desvanezcan las ilusiones y haga su entrada una “antipatía invencible”. Es cierto que con un comportamiento prudente y disciplinado sería posible vencer esta antipatía; mas la “autodisciplina” es una palabra que tales esposos borraron de su léxico hace ya largo tiempo. Sigamos discurriendo. Si en el matrimonio contraído por motivos meramente exteriores y sensuales realmente se puede presentar “la antipatía conyugal”, ¿es lógico deducir de tales casos que conviene abatir el gran ideal de la indisolubilidad en el matrimonio? No, por supuesto. Antes bien, la Iglesia no cesa de proclamar que la elección del cónyuge no ha de basarse en la hermosura exterior, en el encanto exterior, en la carrera o en la fortuna. Solamente el amor que se asienta en valores espirituales es el que no caduca con la juventud ni con la hermosura corporal que se esfuma. Es precisamente este amor el que, a medida que pasan los años, se acrecienta y espiritualiza, porque no son las cualidades exteriores lo que se busca en el otro; no es lo que cambia y envejece lo que buscamos, sino la esencia interior, la espiritualidad, el alma que no cambia, que no se quebranta, sino que va hermoseándose. Ponderemos la terrible catástrofe que supondría para toda la humanidad si se generalizase el llamado “matrimonio de prueba” y el “matrimonio de camaradería”. Los que repiten con tanto entusiasmo que “hay que reformar el matrimonio”, que “hay que darle nuevos fundamentos”, habrían de pensar con cuánta insensatez trabajan en la destrucción de los valores más sagrados. Causa horror solo el mero pensar a qué degradación llegaría la humanidad si un día se realizaran de veras los lemas frívolos que con tanta osadía propalan hoy algunos, aunque —por suerte— ni ellos mismos se atreven a seguirlos. Si hoy día aún hay moral y honra —poca o mucha— y si en la vida matrimonial todavía hallamos armonía, paz, alegría, comprensión, hemos de buscar la fuente de todas estas bendiciones en el respeto religioso que nuestros mayores pusieron a manera de parapeto en torno del matrimonio. Pero ¿qué es lo que nos espera si se logra difundir estas nuevas formas de matrimonio, cortándole sus raíces religiosas? Nada más que el caos de la vida social y moral. Porque el fundamento o la célula constitutiva de la sociedad es la ordenada vida de familia. Instalen la discordia en la vida familiar y se derrumbará toda la sociedad. Ataquen la vida familiar y se generalizará la inmoralidad y la corrupción de costumbres, se multiplicarán las mujeres abandonadas después de la “prueba” y los hijos sin padre. ¿Será entonces más feliz la humanidad? Sobre las ruinas de las familias destruidas brotará la hierba venenosa de los crímenes horrendos. Sí, porque cuando el hombre no hace caso a su recta razón y prescinde de Dios, se precipita ciegamente en su propia perdición, llegando a cometer los peores crímenes. Porque no se puede pisotear impunemente y durante mucho tiempo los santos mandamientos de Dios, sin sufrir graves consecuencias. Así se comprende por qué la Iglesia condena con tanta fuerza las erróneas “reformas del matrimonio”. Las condena porque la falta principal de todas ellas, su pecado original —diríamos—, es que atacan la indisolubilidad del matrimonio. Y es este punto —como veremos en los siguientes artículos— tan importante para la religión cristiana, que nunca ni por ningún concepto nos es lícito tocarlo con mano atrevida. El matrimonio no es una excursión frívola de fin de semana, realizada por una pareja embriagada de amor, sino el principio de una larga peregrinación que una pareja emprende, llena de responsabilidad, hacia la patria inmortal. Uno de los méritos más insignes de la Iglesia Católica, que la sociedad humana siempre le ha de agradecer, es el haber defendido en todos los tiempos y de un modo impertérrito la indisolubilidad del matrimonio, tanto si hubo de encararse con el terror de los poderosos, como si tuvo que deshacer los sofismas de seudofilósofos o desvirtuar los quiméricos lemas deslumbrantes lanzados en medio del pueblo. ¡De cuántas calumnias, mofas y ataques se habría librado la Iglesia, cuántas pérdidas dolorosas habría evitado si, por lo menos alguna vez, en los casos más graves, hubiese hecho la vista gorda! A causa de la Reforma perdió la mitad de Alemania. Ya podemos imaginarnos la herida dolorosa que le causó esta pérdida. Poco después siguió el divorcio de Enrique VIII de Inglaterra. ¡Y bastaba que la Iglesia Católica pronunciase una sola palabra! Bastaba que dijera: “disuelvo el matrimonio de Enrique VIII”, para que siguiese conservando a Inglaterra entera. La Iglesia no quiso pronunciar aquella palabra. Perdió a Inglaterra, pero salvó el matrimonio. * * * Si se introduce un veneno en el organismo humano o si falta en la nutrición algún elemento imprescindible, el organismo reacciona y da señales de dolor: se enrojece o palidece, está calenturiento, tiene convulsiones, se debilita, se incapacita para el trabajo. Hoy en día la sociedad, este ingente organismo humano, sufre de convulsiones, se debilita, tiene fiebre; y se debe, entre otras causas, a que el concepto frívolo del matrimonio ha penetrado cual veneno activo en su constitución, y además, porque le falta la fuerza nutritiva que le da la vida familiar según el molde cristiano. No podemos consentir que la sociedad siga intoxicándose. La sociedad solo podrá mejorarse si vuelve a asentarse sobre un orden que sea estable y conforme con la ley natural y los mandamientos de Dios. Nosotros, los católicos, queremos que la vida familiar sea en pequeño un Estado bien gobernado, que tenga su distribución de trabajo, su autoridad, obediencia, honor y cumplimiento del deber. Queremos ver lazos tan fuertes en el matrimonio, que no puedan ser desatados sino por la mano poderosa de la muerte. Queremos que de esta institución, que está llamada a ser semillero de bendiciones, broten realmente bendición, armonía y fuerzas para el trabajo, y no —como ahora—maldición, desengaños y amargura. También nosotros reconocemos que hoy es necesario reformar la vida de familia. Pero no con matrimonios de prueba ni con “matrimonios de camaradería” —que no son sino pudrideros en que pululan la frivolidad y el libertinaje, pudrideros rociados con el perfume de bellos eslóganes—. El matrimonio se reforma con fidelidad, virtud y disciplina, levantándolo nuevamente a aquel nivel moral que le señaló el único Reformador verdadero de la humanidad, el Redentor del mundo, Nuestro Señor Jesucristo.
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