PREGUNTA Recientemente le conté a un grupo de niños, a los que estoy preparando para la Primera Comunión, la huida de la Sagrada Familia a Egipto tras el sueño de san José. Cuando llegué al pasaje en el que Herodes mandó matar a todos los niños de hasta dos años, uno de los niños me preguntó por qué Dios, para salvar a Jesús, permitió la muerte de muchos. ¿No habría sido mejor que todos se salvaran en lugar de morir a manos de Herodes? RESPUESTA
Comprendo bien la inquietud de la lectora que ahora me consulta, porque muchos niños plantean preguntas sencillas que los adultos no suelen hacer, lo que a veces nos desconcierta. Antes de abordar el tema, recuerdo que la Iglesia celebra el 28 de diciembre la fiesta de los santos inocentes, víctimas de la crueldad de Herodes, quien se enfureció por el hecho de que el Niño Jesús —al que veía como un rival al trono y quería matarlo— se le había escapado de las manos. Los ateos del siglo XIX impugnaron la historicidad del hecho, alegando que ningún cronista de la época se ocupó de la masacre relatada por san Mateo. Para estos incrédulos, sería paradójico no disponer de otras fuentes históricas para una tal carnicería que el propio san Agustín describe en términos patéticos: “Arrancábase los cabellos la infeliz madre cuando los feroces verdugos le arrebataban de sus amorosos brazos la mitad de su alma. Cuantas diligencias empleaba para ocultar al tierno infante, otras tantas practicaba el inocente niño para descubrirse. No sabía callar, porque aun no había aprendido a temer, y luchaban a brazo partido el verdugo y la madre: ésta por retener y salvar a su querido hijo, aquel por arrancar de su seno al tierno mártir. “¿Por qué apartas de mí, le decía al sayón la triste madre, al que engendré en mis entrañas?… Mi vientre le dio el ser, mi pecho le alimentó; nueve meses abrigué cuidadosamente al que tú despedazas con mano cruel y sangrienta… ¡Ahora acaba de salir de mis entrañas y tú le arrojas contra la dura tierra!… “Otra madre, viendo desconsolada que despedazándole la prenda de su corazón la dejaban con vida, le decía a su verdugo: ¿Para qué me dejas sola?… Si hay culpa, es mía… Mía, ¿no lo oyes?… Si no hay delito y es solo por el placer de matarle, entonces junta la sangre mía con la de mi hijo, y líbrame de este modo del dolor que siento. Otra afligida decía: A uno buscáis, y a muchos destruís; y a ese uno que buscáis jamás le encontrareis. Mientras que otra infeliz, apretando contra su dolorido corazón el cuerpo ensangrentado de su hijo, exclamaba elevando sus llorosos ojos al cielo:
“¡Ven ya, Salvador del mundo!... Por más que te busquen a ninguno temes: que te vea el tirano y no quite la vida a nuestros queridos hijos”. Los Padres de la Iglesia, de hecho, imaginaron que cientos, si no miles, de niños habían sido asesinados en esa época. En la liturgia bizantina los santos inocentes serían 14.000, otras fuentes elevan el número. Los exegetas modernos —basándose en estudios demográficos de la Palestina de la época de Nuestro Señor— calculan que, siendo Belén una ciudad pequeña, el número de víctimas oscilaría entre 6 y 20 en el pueblo, y una docena más en el resto de la comarca. Así, desde el punto de vista humano, el hecho no tendría la proporción que justificara su inclusión en las crónicas de la época. En cualquier caso, tal acto de crueldad corresponde perfectamente al carácter paranoico y cruel de Herodes. El historiador judío Flavio Josefo dice que Herodes mandaba ejecutar inmediatamente a cualquier persona que pareciera amenazar su reinado, incluso a su esposa e hijos. El propio César Augusto declaró que era más seguro ser el cerdo de Herodes (ya que los judíos no comen cerdo) ¡que uno de sus hijos! Sobre tales estudiosos de la Antigüedad, afanosos por encontrar errores en los Libros Sagrados, León XIII comenta que ellos “se fían de los libros profanos y de los documentos del pasado como si no pudiese existir ninguna sospecha de error respecto a ellos, mientras niegan, por lo menos, igual fe a los libros de la Escritura ante la más leve sospecha de error y sin pararse siquiera a discutirla” (Enc. Providentissimus Deus, nº 44). Sin efusión de sangre no hay perdón Aunque el número de víctimas de la crueldad de Herodes es menor de lo que la mayoría de la gente imagina, la pregunta del niño del catecismo permanece: ¿por qué Dios permitió que ellos murieran para que el Niño Jesús pudiera escapar? La vida de Nuestro Señor esta llena de misterios; sin embargo, ellos nos permiten hacer hipótesis que dejan entrever los admirables designios de la Sabiduría divina, y que también alimentan nuestra piedad.
Una primera consideración es que el comienzo de la vida de Jesucristo evoca la de Moisés. Quien fue rescatado de las aguas por la hija del faraón, que había ordenado la masacre de todos los judíos que vieran la luz. De este modo, el papel redentor de Nuestro Señor fue prefigurado por la vocación de Moisés, que debía liberar a los judíos de la opresión egipcia, y pasó a formar parte de la historia del pueblo elegido. Por eso san Mateo, justo después de relatar la masacre de los inocentes, añade: “Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven” (Mt 2, 17-18). Otro aspecto a ser considerado está descrito en la Epístola de san Pablo a los Hebreos, en relación con la Antigua Alianza de Dios con su pueblo, y la Nueva Alianza o Testamento sellado por Jesucristo: “El testamento entra en vigor cuando se produce la defunción; mientras vive el testador no tiene vigencia. De ahí que tampoco faltase sangre en la inauguración dela primera alianza. […] Según la ley, casi todo se purifica con sangre, y sin efusión de sangre no hay perdón” (Heb 9, 17-22). La inmolación del Verbo Encarnado en la Cruz debía ser precedida también por la efusión de la sangre de los pichones, que fueron sacrificados en su Presentación en el Templo, y asimismo por la efusión de una sangre más noble y más pura. El Vencedor triunfaría con una aparente derrota, reinaría con la muerte, obtendría su gloria en la ignominia del suplicio. Quiso que una terrible tormenta cayera sobre su cuna, y que a la sangre de su circuncisión se sumara la sangre de sus primeros mártires. Los santos inocentes recibieron el bautismo de sangre Esto a su vez trajo al mundo una gran lección, pues desde el principio de la vida del Hijo de Dios, la vida de la Iglesia desarrollaría a lo largo de los siglos el misterio de la fuerza en la debilidad, el triunfo en la derrota, la resurrección en la muerte. A lo largo de la vida de la Iglesia en la tierra, la masacre de los santos inocentes nunca cesaría. Siempre inocente, siempre masacrada, la Iglesia saldrá siempre triunfante de los Herodes que hacen correr la sangre de sus hijos más puros, que Ella engendra para la eternidad.
Por eso la Iglesia celebra la fiesta de los santos inocentes, recordando a quienes, sin saberlo, dieron su vida “por” Jesucristo. Es cierto que no se encuentran en ellos las características de los mártires: no asumieron la causa de Jesús, no vivieron para extender su reino y no dieron su vida por Él, ni siquiera fueron muertos por su fidelidad o por el testimonio de sus vidas. Sin embargo, en la misa celebrada en su memoria, los paramentos del sacerdote no ostentan el blanco de los inocentes, sino el rojo de los mártires. Porque los santos inocentes, aunque no murieron “por” la causa de Nuestro Señor, murieron “en lugar” del Niño Jesús, celosamente buscado por Herodes. Por tanto, se puede hablar de un martirio de sustitución. La muerte de los inocentes nos recuerda finalmente que, además del bautismo de agua y del de deseo, existe el más puro de los bautismos, que es el de sangre. Estos niños no podían salvarse sin el bautismo; pero recibieron el de la sangre, por medio del cual quedaron limpios del pecado original y unidos al Cuerpo de Cristo. Lavados en su propia sangre en vez de agua, estos niños recibieron una participación no sacramental en la muerte salvadora de Cristo el Señor, y así ahora participan de su gloria. El bautismo que recibieron es el más excelente, incluso mayor que el bautismo sacramental con agua. El sacramento del bautismo recibe su eficacia del Espíritu Santo y de la Pasión de Jesucristo. Aunque el efecto dependa de la causa, ésta sobrepasa el efecto y no depende de él (Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa III, q. 66, a. 11). Por lo tanto, sin el bautismo sacramental de agua un hombre puede recibir el efecto sacramental de la Pasión de Cristo, en la medida en que se conforma con Cristo a través del sufrimiento por Él (este es el bautismo de sangre). Asimismo, otros hombres reciben el efecto del bautismo por el poder del Espíritu Santo, sin agua ni sangre, sino porque su corazón es movido por el Espíritu Santo para creer y amar a Dios y arrepentirse de sus pecados (este es el bautismo de deseo). El triunfo antes de vivir y la victoria sin tener que luchar
San Pedro Crisólogo hace una hermosa meditación que aporta aún otros elementos que responden a la pregunta del niño que cuestionó a nuestra consultante: “¿Hasta dónde pueden llegar los celos?… El crimen de hoy nos lo demuestra: el miedo de un rival para su reino terrenal llena de angustia a Herodes; monta un complot para suprimir ‘al Rey que acaba de nacer’ (Mt 2, 2), el Rey eterno; lucha contra su Creador y hace matar a unos inocentes… ¿Qué mal habían cometido esos niños? Sus mantillas eran mudas, su ojos no habían visto nada, sus oídos nada habían escuchado, nada habían hecho sus manos. Sufrieron la muerte cuando todavía no habían conocido la vida… “Cristo lee el porvenir y conoce los secretos de los corazones, juzga los pensamientos y escudriña las intenciones (Sal 138): ¿por qué les ha abandonado?… El Rey del cielo que acaba de nacer ¿por qué ha ignorado a sus compañeros tan inocentes como él, olvidado a los centinelas apostados alrededor de su cuna hasta el punto que el enemigo que ha querido herir al Rey ha devastado a todo su ejército? “Cristo no ha abandonado a sus soldados sino que les ha colmado de honor haciéndoles triunfar antes de vivir y llevarse la victoria sin haber luchado… Ha querido que posean el cielo y lo prefieran a la tierra…, les ha enviado delante de él como a sus heraldos. No les ha abandonado: ha salvado a los que eran su vanguardia, no se ha olvidado de ellos… “¡Bienaventurados los que nacieron para el martirio y no para el mundo! ¡Bienaventurados los que han cambiado el trabajo por el descanso, los dolores por el bienestar, los sufrimientos por el gozo! Están vivos, están vivos, verdaderamente viven estos que han sufrido la muerte por Cristo… Dichosas las lágrimas que por estos niños derramaron sus madres: les han valido la gracia del bautismo… Que aquel que se ha dignado reposar en un establo nuestro quiera conducirnos también a nosotros a los pastos del cielo” (Sermón 152, PL 52, 604).
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La Sagrada Túnica de Nuestro Señor Jesucristo Autenticidad confirmada por la Ciencia |
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