Alfonso de Souza En filosofía hay un conocido silogismo que dice: “Todo hombre es mortal. Ahora bien, Sócrates es un hombre, luego Sócrates es mortal”. No hay certeza más evidente e irrefutable que la de que todos moriremos algún día. Esto nos lleva a considerar que, para aquellos que tenemos fe, nuestras últimas horas en este mundo pueden decidir nuestra salvación o perdición eterna. De ahí la necesidad de prepararnos adecuadamente para este último gran viaje hacia la eternidad, con los beneficios que la Santa Iglesia pone a nuestra disposición para ese momento. Así, cuando el gong ya ha sonado para nosotros y estamos en el lecho de muerte, además de confesarnos y recibir la Sagrada Comunión, podemos recurrir a otro sacramento que la misericordia de Dios instituyó para esta hora suprema, la Extremaunción o Unción de los Enfermos. Este sacramento produce en el alma, e incluso en el cuerpo del enfermo, efectos admirables, como el de abrir más fácilmente las puertas del Paraíso. El sacramento de la Unción de los Enfermos se desprende de las palabras del Evangelio de san Marcos: “Ellos [los doce apóstoles] salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (6, 12-13). Sin embargo, es en la epístola de Santiago donde se describe más explícitamente este sacramento: “¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que recen por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al enfermo y el Señor lo restablecerá; y si hubiera cometido algún pecado, le será perdonado” (5, 14-15). De este modo, el apóstol no hizo más que dar a conocer un rito establecido por el propio Redentor y prescribió su uso, como afirma el Concilio de Trento, citado por el Catecismo de la Iglesia Católica: “Esta unción santa de los enfermos fue instituida por Cristo nuestro Señor como un sacramento del Nuevo Testamento, verdadero y propiamente dicho, insinuado por Marcos (cf Mc 6, 13), y recomendado a los fieles y promulgado por Santiago, apóstol y hermano del Señor”.1 De las palabras de Santiago el Menor proviene la siguiente definición del Sacramento de los Enfermos: “Unción de óleo, acompañada de súplica, realizada sobre los enfermos por los presbíteros, con el fin de buscar la salud del alma —por la remisión de los pecados, cuando sea necesario— y, si Dios quiere, la salud corporal”.
Sobre los innumerables beneficios relacionados con la Unción de los Enfermos, el Concilio de Trento definió: “La realidad causada por el sacramento es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción: a) borra los pecados por perdonar, si aún los hay; b) borra también los vestigios de los pecados; c) alivia y fortifica el alma del enfermo, suscitando en él una gran confianza en la misericordia divina. Sustentado por ella, el enfermo soporta mejor las molestias y los padecimientos de la enfermedad; resiste más fácilmente a las tentaciones del demonio que le asecha (Gen 3, 15); d) a veces, cuando es conveniente para la salvación del alma, recupera la salud del cuerpo”.2 Como con la muerte no se juega —y mucho menos con la salvación eterna—, los teólogos señalan que es muy conveniente que el enfermo reciba la absolución de sus pecados mediante la confesión, tan pronto como se inicia la gravedad, aunque no exista peligro inminente de muerte. Por eso se debe administrar este sacramento de forma condicional incluso a quienes están aparentemente (pero no con certeza) muertos. Porque la muerte aparente se prolonga hasta media hora después del último suspiro en casos de enfermedad prolongada o vejez, y durante dos horas más o menos después de la muerte aparente en casos de muerte súbita o violenta. Esto hacía que, en los tiempos en que aún había fe en el pueblo, tan pronto como ocurría un accidente, se iba inmediatamente a llamar a un sacerdote para que atendiera al desafortunado. ¡Y con ello cuántas almas se salvaban! Mons. Penido pone un ejemplo para mostrar la eficacia de este sacramento: “Supongamos un pecador empedernido, sorprendido por un mal repentino. Ha perdido el habla y ya no puede confesarse. Pero íntimamente teme el infierno, quiere reconciliarse con Dios y con su Iglesia, a la que tanto ha despreciado. Que reciba los santos óleos, y todos sus pecados le serán perdonados sin demora”, ¡abriéndole las puertas del Paraíso! Sabemos por experiencia propia cuánto parte el corazón proponer a un enfermo muy agitado que reciba los últimos sacramentos. Pero ¿acaso no le propondríamos un tratamiento penoso, por ejemplo, una operación muy dolorosa, en el afán de intentar todo lo posible para salvar su cuerpo? ¿Y para el alma, no haríamos nada? Eso sería una prueba aterradora de materialismo práctico, argumenta Mons. Penido. Por lo tanto, afirman los teólogos, no se debe esperar a que el enfermo llegue al último extremo, cuando ya ha perdido gran parte de su lucidez, para llamar al sacerdote. Porque los santos óleos no son el sacramento de los cadáveres, ni tampoco el de los agonizantes, sino el sacramento de los enfermos, instituido para el consuelo espiritual y corporal de los enfermos. Pero los beneficios de la Santa Madre Iglesia en favor de aquellos que nos preceden acompañados por el signo de la fe no acaban ahí. Cualquier sacerdote que asista al enfermo también puede conferirle una bendición papal con indulgencia plenaria. ¿Por qué hoy en día se priva a nuestros queridos enfermos de todos estos beneficios celestiales, negándoles el acceso a los últimos sacramentos? ¿Se puede ser más cruel?
Notas.-
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Santuario universal por las almas del Purgatorio |
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