Con los ojos puestos en la Madre de Dios, practiquemos esta maravillosa virtud, tan indispensable en los caóticos días en que vivimos Valdis Grinsteins Pocos actos son tan difíciles de practicar como la virtud de la confianza. Pues confiar es quedar “cum fiducia”, es permanecer firme en la esperanza. O sea, cuando se acaban las razones meramente naturales para esperar algo, se continúa esperando, debido a una convicción que proviene de la Fe. El Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, la define así: “La confianza es una esperanza fortalecida por una sólida convicción” (Suma Teológica, II IIae, q. 129, art. 6, ad 3). Para el hombre, vulnerado por el pecado original, se volvió especialmente difícil reconocer su dependencia de otros, y, de modo especial, su subordinación a Dios. El Creador, como un Padre amoroso, deseando corregir nuestra alma, permite que muchas veces permanezcamos en situaciones de incapacidad para actuar, que hacen patente un hecho: por nuestras propias fuerzas no saldremos de ciertos aprietos. Acabadas las esperanzas humanas, Dios nos señala una salida —la única: creer en su omnipotencia e infinita misericordia y justicia, y permanecer firmes en la Fe e inflexibles en la Esperanza, por lo tanto “confiados”. Pero la bondad divina no se agota ahí. Para enseñanza nuestra, la Historia ofrece ejemplos luminosos de personas que quedaron totalmente desamparadas, y contra toda expectativa natural, fueron socorridas y vieron realizadas sus esperanzas. De todos los ejemplos que la Historia registra, ciertamente ninguno sensibiliza tanto a un alma católica cuanto ciertos episodios de la vida santísima de Nuestra Señora.
El matrimonio de María: confianza en medio de grandes perplejidades Según la Tradición, Nuestra Señora aún muy joven se consagró al servicio de Dios en el Templo de Jerusalén. Durante ese período de su vida, fallecieron sus padres, San Joaquín y Santa Ana. Y que, en sus primeros años de existencia, la Virgen Santísima ofreció a Dios su virginidad, pues, de esta forma, quedaba libre de cualquier atadura que le impidiese dedicarse totalmente al Creador. Ciertamente esperaba Ella permanecer sirviendo a Dios en el Templo, pues, ¡qué lugar mejor que ése para hacerlo! Pero... Dios entonces la somete a una dura prueba. Siendo Ella huérfana, fue confiada a los cuidados del Sumo Sacerdote del Templo. Al llegar a los 14 años de edad, éste le comunica que pretendía encontrar un esposo para Ella. ¡Para Nuestra Señora fue una sorpresa! ¿Pero cómo? De un lado, era imposible que el propio Dios no conociera su voto de virginidad; de otro, no era creíble que Dios no hubiera guiado los pasos del Sumo Sacerdote, autoridad a quien Ella debía obedecer. ¿Si contrajera matrimonio, cómo se mantendría su voto de virginidad? ¿Y en caso de que rehusara casarse, cómo evitar la desobediencia a la autoridad puesta por Dios para guiarla? Además, la virginidad entre los judíos, en el Antiguo Testamento, no era entendida como hoy, pues todas las israelitas contraían matrimonio con la esperanza de convertirse en la madre del Mesías. No conociendo los designios del Creador a su respecto, tal situación para la futura Madre del Mesías era propia para causarle perplejidad. Y, sobre todo, fue la hora de la confianza: Ella debía tener fe en Dios, que proveería para que mantuviera su voto de virginidad, aún dentro del matrimonio. Llegado el momento de escoger al esposo, se presentaron varios candidatos. Había otra persona presente, pero era por un motivo jurídico. Siendo Nuestra Señora huérfana, la ley establecía que debía estar presente el pariente más próximo de la Virgen para aprobar el matrimonio. Éste era San José. Como también él había hecho voto de virginidad, se presentó a la ceremonia de elección del marido apenas como testigo. Los caminos de Dios, sin embargo, eran otros. Inspirado por Él, el Sumo Sacerdote sometió a los candidatos a una prueba: aquel cuyo bastón floreciera se tornaría esposo de María. Para sorpresa de San José su vara fue la que floreció, aún cuando él no fuese aspirante a la mano de aquella parienta suya. Pero delante de la evidente señal divina para que se casara, San José aceptó desposar a la Virgen María. Siendo también él casto, para Nuestra Señora se aclaró entonces una parte del enigma: su virginidad no quedaría comprometida. Quedaba, al final, otra perplejidad. ¿Por qué Dios habría deseado su matrimonio, siendo que tenía el designio de que permaneciera virgen? ¿No sería más adecuado no casarse? Una vez más Nuestra Señora confió en la sabiduría y omnipotencia de Dios, cuya intención se aclaró totalmente al darse la Anunciación del arcángel San Gabriel. A Ella le cabría la altísima vocación de ser la Madre del Mesías —¡el Verbo Encarnado!—, que nacería por obra del Espíritu Santo, teniendo como padre adoptivo a los ojos de los hombres al casto San José.
Muerte del Redentor: prueba supereminente para la confianza Otro ejemplo de confianza nos ofreció la Santísima Virgen en su existencia mortal. Durante los tres años de su vida pública Nuestro Señor Jesucristo obró los mayores milagros, probando que era el Hijo de Dios. Pero por un plan altísimo del Creador —la Redención del género humano— era necesario que Él se entregase como víctima, pues era el Cordero de Dios. Esto, que hoy es tan claro para cualquier católico, no lo era en aquella época. Se puede imaginar la perplejidad de los hombres fieles de entonces: habiendo visto tantas veces al Redentor curar ciegos, leprosos y hasta resucitar muertos, presenciar que se entregase sin resistencia a las autoridades que tramaban su muerte. No sólo se entregó, sino que prohibió a San Pedro que lo defendiese con la espada. Ante este comportamiento aparentemente inexplicable, débiles en la fe, los Apóstoles huyeron. Tal vez algunos fieles esperasen que, de lo alto de la cruz, el Salvador realizara algún milagro portentoso que demostrara definitivamente su divinidad. Pero ello no ocurrió... y Él murió y fue sepultado. Los Evangelios narran que después de la muerte de Nuestro Señor, los Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres aún no daban crédito a la Resurrección, a pesar de que Jesucristo la había anunciado en varias ocasiones. María Santísima sin embargo creía y confiaba. Su esperanza era invencible. Ella conservó la fe y la esperanza en las promesas divinas, a pesar de que ellas parecían desmentidas por la más evidente de las constataciones. Desde el momento en que Nuestro Señor expiró en la Cruz, el Viernes Santo, hasta el domingo de la Resurrección, solamente Nuestra Señora permaneció inconmovible en su fe en la divinidad de Nuestro Señor y en la esperanza de la Resurrección. Por consiguiente, tan sólo Ella, con perfección y heroísmo, conservó la virtud de la fe. Pues, como dice San Pablo, sin la creencia en la Resurrección, nuestra fe sería vana. Así, durante el Sábado Santo, solamente Nuestra Señora, en toda la Tierra, personificó la fe de la Iglesia naciente.
María: arca de la esperanza de los siglos futuros A este respecto, es oportuno recordar aquí un comentario del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: “Como sólo Ella representó en esta ocasión la fe, podemos decir también, que si Ella no hubiese creído, el mundo habría acabado. Porque el mundo no puede existir sin la fe. A partir del momento en que no existiera más fe en el mundo, la Providencia acababa con el mundo. Debido a la su admirable fe, Nuestra Señora sustentó al mundo, y sólo Ella dio continuidad a las promesas evangélicas. Porque todas las promesas constantes en los Evangelios, todas las promesas que figuran en el Antiguo Testamento de que el Mesías reinaría sobre toda la Tierra y sería el Rey de la gloria, el centro de la Historia, todas aquellas promesas no se habrían cumplido si, en determinado momento, la virtud de la Fe se hubiera extinguido. Si tal hipótesis se concretizara, el mundo tendría que acabar. Nuestra Señora fue, por lo tanto, el arca de la esperanza de los siglos futuros. Ella encerró en sí, como en una semilla, toda la grandeza que la Iglesia habría de desenvolver a lo largo de los siglos, todas las virtudes que Ella habría de sembrar, todas las promesas del Antiguo Testamento y todas las acciones practicadas en la vigencia del Nuevo Testamento. Todo esto vivió dentro de una sola alma, el alma de Nuestra Señora”. El domingo de la Resurrección, toda la confianza heroica que Ella había conservado se vio recompensada. Enseñan varios teólogos que la primera persona en ver a Nuestro Señor resucitado fue la Santísima Virgen, a quien se apareció. Podemos imaginar la felicidad de la Madre al ver a su Hijo resplandeciente de gloria, habiendo cumplido de modo maravillosamente heroico su vocación de redimir al género humano. Tal fue el premio de la confianza: Ella vio antes que los demás el triunfo de Nuestro Señor. En los días de hoy, en que tantas aflicciones agitan los corazones de los católicos fieles, hagamos como Nuestra Señora: ¡Confiemos! El escritor francés Edmond Rostand profirió una frase célebre: “¡Es de noche que es bello creer en la luz!” Sirvan estas consideraciones para que jamás nuestra confianza sea conmovida, a ejemplo de la Madre del Redentor de la humanidad.
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Nuestra Señora, modelo de confianza |
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