PREGUNTA Tengo una duda al respecto de la siguiente cuestión. Perdí a una amiga que sufría de una enfermedad en la sangre, y debido a ello tuvo varias modificaciones corporales como hinchazón, marcas en el cuerpo, etc. Después de la muerte, si ella estuviera en la gloria de Dios, estas señales de la enfermedad ¿aún permanecerán? Otro caso: un portador de una deficiencia física, después de la muerte, ¿aún tendrá su deficiencia? En el caso de los matrimonios, ¿ellos permanecerán casados? Muy agradecido, y recen por mi amiga.
RESPUESTA El consultante levanta el bello tema de la resurrección de los muertos y de la vida bienaventurada en el cielo por toda la eternidad. Según la fe católica, el cielo es un premio para los que se portaron bien en esta tierra, es decir, cumplieron debidamente los Mandamientos de la ley de Dios (uno de los cuales implica también el cumplimiento de las leyes de la Iglesia). Inmediatamente después de la muerte, el alma pasa por un Juicio Particular, y si ella murió en estado de gracia y está purificada de todo pecado, va inmediatamente al cielo y queda aguardando el fin del mundo, cuando todos los muertos resucitarán y sus almas se reunirán con sus respectivos cuerpos. Si alguien murió en estado de gracia, pero no hizo la penitencia suficiente para pagar la pena debida –por todos los pecados mortales perdonados en el sacramento de la confesión, o por los pecados leves no perdonados–– su alma permanecerá en el Purgatorio hasta ser completamente purificada (el paso por el Purgatorio es lo más frecuente para los que se salvan); después irá a reunirse con las almas bienaventuradas en el cielo, donde también queda aguardando la resurrección general de los cuerpos, el Juicio Final que le sigue y la entrada definitiva en el cielo, en cuerpo y alma. Los malos también serán enviados, en la misma ocasión, en cuerpo y alma al fuego eterno del Infierno (sus almas ya estaban allá después de la muerte y el Juicio Particular). Perfección física y espiritual ¿En qué condiciones resucitan los cuerpos de las almas que se destinan al cielo? ¿Las enfermedades y sufrimientos por los cuales pasamos en la tierra dejan sus marcas en los cuerpos resucitados? — En principio, ¡no! Porque en el cielo no hay deficiencia alguna, ni en el alma ni en el cuerpo del resucitado. No hay fealdad ni defecto de cualquier clase. No hay nada torcido ni quebrado. Nada de desordenado o descompuesto. Nada de estridente o cacofónico. Un hippie no entrará en el cielo sin antes convertirse y arrepentirse de sus pecados. En el cielo no hay gente ni música descabellada, y mucho menos inmoral o sensual. No hay modas psicodélicas, o fabricadas con ropa sucia, ensangrentada o rasgada. Nada de lo que es disconforme a Dios entrará en el Reino de los Cielos, que es el Reino del “Santo de los Santos”, o sea, “de la Verdad, de la Santidad y de la Belleza”, como enseña el Doctor Angélico. Allá reina el más completo orden, armonía y respeto. Caos y suciedad son propios para el infierno, adonde será barrida toda la basura que existe en la tierra. Es como Santo Tomás describe el fin del mundo, cuando un fuego purificador quemará todas las impurezas que restaren en la tierra y los ángeles lanzarán todos los desechos en la Gehena, para tormento de los réprobos y demonios. Así descrito el ambiente del cielo —en el cual todo es íntegro y perfecto— se ve luego que Dios suplirá todas las deficiencias que caracterizaron la vida de los hombres en esta tierra; y a los que se salvaron, proveerá con un cuerpo restaurado en la plenitud de su vigor y belleza. Porque Dios ama a sus elegidos y quiere verlos resplandecientes de luz y perfección física y espiritual. Así, el consultante puede estar tranquilo de que “en la gloria de Dios”, donde ciertamente estará su amiga (si murió con las debidas disposiciones), no tendrá en su cuerpo glorificado (después del fin del mundo) ninguna deformidad producto de las enfermedades y otros males que contrajo en la tierra, a consecuencia del pecado original. “Visión beatífica” — visión de Dios cara a cara Claro está que en el cielo nuestra felicidad consistirá ante todo en ver a Dios cara a cara, tal como Él es en su esencia, lo que en lenguaje teológico se llama “visión beatífica”. Es decir, el hombre, como Dios lo concibió y creó, no tiene condiciones de ver la cara de Dios, porque siendo Dios infinito en sus perfecciones, excede absolutamente la capacidad de comprensión natural del hombre. Por eso, Dios dotará a los elegidos de una capacidad superior a su naturaleza –la gracia sobrenatural– para poder contemplar a Dios “cara a cara” y participar de la propia vida trinitaria de Dios; o sea, de la vida del Dios uno y trino, en que el Padre engendra al Hijo desde toda la eternidad, y del Amor recíproco de Dios Padre y Dios Hijo, del cual procede el Divino Espíritu Santo. En esta visión de Dios cara a cara y participación de la vida divina, consiste la esencia de la bienaventuranza eterna. No obstante, nuestro cuerpo, que participó de nuestra lucha contra las tentaciones y de los sufrimientos que soportamos por amor de Dios, es justo que participe también de nuestra felicidad eterna. Nuestra alma no se sentiría perfectamente feliz si el cuerpo no fuese también completamente feliz. En primer lugar, en el cielo no habrá más muerte ni sufrimiento de ninguna clase, quedando el cuerpo libre de todas las deficiencias que poseía en esta tierra, como ya fue dicho. Y, además, será adornado con todos los resplandores y gozará de todas las comodidades y castas delicias que la vida en la mansión celestial comporta. Por eso dice San Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2, 9).
Según San Pedro: «Nuevos cielos y nueva tierra» Aunque en las Sagradas Escrituras no exista una referencia explícita a un lugar celestial que abrigue los cuerpos de los resucitados, el dogma de la resurrección de la carne implica necesariamente la existencia de lo que la teología medieval, que trató ampliamente del tema, designa como Cielo Empíreo, es decir, el lugar donde quedan los cuerpos resucitados (evidentemente unidos a sus almas). Sin embargo, un importante texto de la segunda epístola de San Pedro encamina los espíritus en esa dirección. Oigámoslo: “Pero el Día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras que hay en ella quedará al descubierto. Puesto que todas estas cosas van a disolverse de este modo, ¡qué santa y piadosa debe ser vuestra conducta, mientras esperáis y apresuráis la llegada del Día de Dios! Ese día los cielos se disolverán incendiados y los elementos se derretirán abrasados. Pero nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia” (2 Pe 3, 10-13), entiéndase la santidad. También el apóstol San Juan, en el Apocalipsis, alude al mismo desenlace: “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron […]. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el ‘Dios con ellos’ será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido” (Ap 21, 1-4). Tal es el premio que Dios promete a los que fueren justos en esta tierra, es decir, observantes de los Diez Mandamientos. Relaciones en el cielo entre los elegidos Queda tratar de un punto que el consultante coloca al final de su carta: ¿las relaciones de parentesco y de amistad que contrajimos en esta tierra permanecerán en el cielo? En particular, ¿los esposos permanecerán unidos en el cielo? No hay por qué responder negativamente a esta pregunta, hecha la salvedad, de que en el cielo no habiendo más propagación de la especie, las facultades generadoras del ser humano pierden la razón de ser ejercidas. Por eso, Nuestro Señor enseña que “cuando resuciten, ni los hombres se casarán, ni las mujeres tomarán esposo; serán como ángeles en el cielo” (Mt 22, 30). Pero el amor que unió a los esposos no desaparece, apenas se sublima y alcanza su clímax. Así también, todas las relaciones de amistad que se establecieron legítimamente en la tierra, serán restauradas en su mayor perfección en el cielo. Y los lances de nuestra lucha por la salvación de la propia alma, y de las almas de nuestros amigos, máxime de tantas personas que procuramos beneficiar con nuestras obras de apostolado, serán recordados con emoción y celestial ternura: “¿Te acuerdas de aquel día?”… Todo esto, visto sub specie aeternitatis, ¿cuánto gozo nos traerá? ¡Luchemos y esforcémonos para que seamos dignos de esa perspectiva grandiosa que la fe católica nos presenta, y como verdad de fe!
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