¿Violación de derechos en el Estado laico? Monseñor JOSÉ LUIS VILLAC PREGUNTA Los medios de comunicación informan de ciertos arbitrios legales para que se remuevan los símbolos religiosos de “lugares de amplia visibilidad y de atención al público”, en diversas partes del mundo. Medidas análogas, de alcance más o menos restrictivo, han sido noticiadas aquí y allá. Se alega de que estamos en un Estado laico, el cual no debe privilegiar a ninguna religión. Los que se sienten más afectados con tales medidas son evidentemente los católicos. ¿Qué derecho tienen ellos para exigir la manutención de sus símbolos en lugares públicos? RESPUESTA ¡Buena pregunta! ¿Qué tal si los ateos y agnósticos promueven, por ejemplo, una recolección de firmas para remover la estatua del Cristo Redentor en la cumbre del Corcovado —lugar de “amplia visibilidad”— en Rio de Janeiro? La propuesta choca por su brutalidad e impiedad, pero está en la lógica del Estado laico. Algo está mal, por lo tanto, en la situación que se va delineando y el momento es oportuno para aclararlo. Raíces cristianas de nuestra sociedad Un tema candente en la discusión que sacude a la Unión Europea se relaciona precisamente con el reconocimiento, o no, de las raíces cristianas de Europa. Un proyecto de constitución que ignoraba tales raíces cristianas llegó a ser elaborado, pero no fue aprobado. Modificado y sustituido por el Tratado de Lisboa, aunque conserva las directrices generales del proyecto anterior, tampoco consiguió la ratificación unánime necesaria para entrar en vigor. El embate continúa, la cúpula de la Unión Europea sigue intentando por todos los medios y artimañas hacerlo ratificar. En el Tratado de Lisboa se ve claramente cómo la laicidad de los Estados —presentándolos como neutros en materia de religión— encubre en realidad un gran fraude. Pues impone a los países miembros algunos dispositivos que violan gravemente puntos de la doctrina católica, como por ejemplo la legalización del aborto. De ahí el vigoroso rechazo que sufrió en Irlanda, donde tuvo que ser sometido a plebiscito. Fue ratificado en otras naciones (aún no en todas) por los respectivos parlamentos, más dóciles a las órdenes de la cúpula política. ¿Qué neutralidad laica es esa, en que se quiere imponer solapadamente una moral opuesta a los principios católicos? Estado laico no es, por lo tanto, sinónimo de neutralidad religiosa. En verdad, es un eufemismo para significar Estado anticristiano. Los hechos son elocuentes a ese respecto. Aquí llegamos al fondo del problema: Estado laico es un estado ateo o agnóstico, que pretende imponer a los demás ciudadanos sus principios ateos y agnósticos. Se trata, por lo tanto, de una ideología (atea, agnóstica) que quiere anteponerse a una ideología religiosa.
El ateo, ¿es realmente un libre pensador? Es curiosamente incoherente la mentalidad del ateo. Acusa a los católicos de estar atados por dogmas religiosos, por lo cual no pueden imponer a los demás los principios morales que deducen de su religión. El ateo, un librepensador, no se considera atado por ningún dogma, pues se guía exclusivamente por las luces de la razón. Libre de cualquier prejuicio religioso, la razón llegaría a conclusiones ciertas, válidas para todos. Así, iluminado por la razón infalible, él se siente que puede y debe imponer tales conclusiones a los demás. Al contrario de un católico, cuya mente está condicionada por dogmas apriorísticos que obnubilan la razón… Como lo señala de modo eximio el padre David Francisquini en su magnífico Catecismo contra el aborto, el Estado laico está lejos de estar exento de cualquier ideología: “El Estado neutral o laico no profesa una religión, pero profesa una ideología que postula una vida social y pública desvinculada del factor religioso. Es un tipo de confesionalidad ideológica: agnóstica o laicista. Equivaldría a decir: ‘Como usted tiene una convicción religiosa, no me la puede imponer a mí. Pero yo, que soy agnóstico o ateo, puedo imponerle la mía a usted. Entre nosotros divergimos, pero quien tiene la razón soy yo, que tengo la mente libre y no atada por dogmas religiosos’. Se trata de un extraño estado de derecho, dicho democrático y pluralista, en el cual solamente los ateos y agnósticos tienen el derecho de hablar y modificar las leyes según sus principios”(op. cit., p. 35). El ateo, pues, no desea que aquello que lo rodea le recuerde la existencia de Dios. De ahí su empeño en eliminar de su mirada cualquier símbolo religioso, sobre todo un símbolo religioso católico. Este es el punto de partida de las medidas citadas por el consultante. Obligación de prestar culto público a Dios Dios creó al hombre libre y no le obliga a creer en Él. Dios quiere ser aceptado libremente por el hombre. Este puede, por lo tanto, rechazar a Dios. Pero al hacerlo actúa contra su razón, que lo lleva a reconocer las señales de la existencia de Dios en todas partes, hacia donde vuelva su mirada, por poco instruido que sea. Así, quien rechaza la existencia de Dios, comete un gran pecado (es el caso del ateo), o simplemente cuando dice: “No sé si Dios existe” (en el caso del agnóstico). Un hombre de conciencia recta no puede dejar de reconocer fácilmente la existencia de Dios, por las infinitas señales que Él puso en el universo. San Pablo aplica la expresión “inexcusabili sunt” (Rom 2, 1), a personas que hoy se identificarían como ateos y agnósticos. Así como los hombres individualmente son inexcusables al negar la existencia de Dios, la sociedad por ellos formada también debe reconocer la existencia del Ser absolutamente perfecto e infinitamente poderoso, que todo lo creó y que a todos nos convoca para una vida eternamente feliz en el cielo. La consecuencia de esta verdad es que, así como cada hombre tiene la obligación de prestar individualmente culto a Dios, la colectividad de los hombres debe prestar culto público a Dios. De hecho, la historia nos muestra que la generalidad de las sociedades formadas por los hombres siempre prestó culto a un Dios, aunque muchas veces plagado de ideas erradas a respecto de la naturaleza de ese Dios al que adoraban. Fue necesario que llegásemos a los tiempos modernos para que la laicidad tomara cuenta de los estados y quisiera desaparecer de la vida pública las señales de la presencia de Dios. De ahí los hechos a que estamos asistiendo, que colisionan con la obligación de toda sociedad de reconocer la existencia de Dios y prestarle el debido culto público. Es en nombre de estas verdades que los católicos deben rechazar tales intentos de ateización de la vida pública, como la abolición de los símbolos religiosos de “lugares de amplia visibilidad y de atención al público”, decidida por una autoridad terrena.
Preservación de la cultura católica Hoy tanto se habla de la preservación de la cultura de los pueblos aborígenes, y ¡ay de aquel que ose hacer la menor crítica a la extrema indigencia de tales culturas! A pesar de esa conocida indigencia, es legítimo e importante que se trate de preservar todo que en ellas haya de remanente de una cultura auténtica. Si la cultura de los indígenas debe ser preservada, ¿no tenemos también el deber de preservar nuestra cultura de cristianos civilizados? Claro está que el mismo principio vale también, y máximamente, para la cultura católica que nuestros antepasados implantaron en el Nuevo Mundo. La iconoclasia laica quiere desaparecer los símbolos religiosos que nuestra cultura introdujo en todas partes, tanto en la esfera particular como en la esfera pública. Se trata de una demolición de nuestra ancestral cultura, contra la cual tenemos el derecho y el deber de resistir. ¡De seguir por ese camino, tarde o temprano, se llegaría a la estrambótica hipótesis, lanzada al comienzo de este artículo, sobre la demolición del Cristo Redentor del Corcovado! Que la Virgen Santísima, Reina de los cielos y de la tierra, ¡no permita tal desfiguración de nuestras patrias!
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