Una imagen que representa a la Santísima Virgen —por así decirlo, una “niña de oro”— cautivada por su madre, encanta a los visitantes y les hace percibir las bellezas sobrenaturales de la inocencia infantil Miguel Beccar Varela
Santana de Parnaíba, a 40 kilómetros de São Paulo, Brasil, es conocida como la “cuna de los bandeirantes”, porque de allí partían estos célebres exploradores rumbo “al interior”, a la selva agreste y desconocida. En la venerable iglesia matriz de aquella histórica ciudad hay una hermosa imagen de madera pintada, probablemente del siglo XVIII, que representa a la patrona de la ciudad: Santa Ana teniendo en sus brazos a la Virgen Niña. La elegancia y la majestad en el porte y en el gesto de las dos figuras, el brillo y el buen gusto de los colores, todo es de una perfección artística que agrada contemplar. Pero no es solo, ni principalmente, el placer estético lo que atrae en esta imagen, sino la percepción de algo sobrenatural que se cierne sobre ella. El arte fue capaz de representar la pureza sobrenatural de la inocencia, y eso es lo que atrae principalmente a los visitantes. La venerada imagen cautiva a los devotos La escena es atractiva y conmovedora. Santa Ana, con expresión seria y compenetrada, está enseñando a su pequeña hija a leer. Maravilloso misterio: la niña a la que la madre enseña es el mismo Trono de la Sabiduría…
La Virgen Santísima está atenta y pensativa, en los brazos maternos. Como en un trono, tiene un libro abierto en sus manos y lo mira con atención. Para dar al lector una cierta idea de esta preciosa imagen que me ha encantado, diría que es de una “niña de oro”: rostro redondo, nariz pequeña e infantil, tez rosada, labios rojos apretados, frente alta y luminosa; el conjunto denota mucha concentración. Está vestida regiamente con una tela estampada y lleva unos primorosos pendientes. Sus ojos están bajos y fijos en el libro abierto. Su actitud es de suma placidez. Tan pronto como nuestra mirada se fija en su cautivadora figura, nuestro corazón se siente atraído; y comienza a adivinar —más que a concluir— qué es lo que se refleja en la expresión de la Santísima Niña. Nos parece sentir la armonía que existe entre su alma y el texto sagrado que tiene delante. Lo que su madre le muestra, lo traduce en un canto de alabanza a Dios. Nadie ha glorificado nunca a Dios tan perfectamente, ni lo glorificará hasta el final de los siglos, como lo hace esta Niña. Nos vienen a la memoria las palabras de Nuestro Señor en su entrada triunfal en Jerusalén, el Domingo de Ramos: “De la boca de los pequeñuelos y de los niños de pecho sacaré una alabanza” (Mt 21, 16).
La inocencia infantil
La inefable ternura de Santa Ana casi pasa desapercibida, en comparación con lo que parece vislumbrarse en la luz que envuelve a la Virgen Niña. ¡Qué hermosa es la inocencia iluminada por la gracia! ¡Qué hermosa es la infinita dulzura con la que Dios acoge la inocencia! ¡Qué contraste tan chocante con la agitación y el sentimiento de abandono de la gente en el mundo en que vivimos! Un mundo desprovisto de sensibilidad e inocencia, que se niega a glorificar a Dios. Cada vez más niños no son bautizados por sus padres, y cada vez más la luz de la gracia se desvanece en los rostros infantiles. Los niños que vemos por todos lados ––cuyo número muchas parejas tratan de reducir criminalmente–– o los que los medios de comunicación asocian con productos comerciales —que desde el punto de vista de la propaganda son “encantadores”— son también vacíos de la verdadera felicidad de la inocencia y de la gracia sobrenatural.
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