Más se asemejaba a un ángel que a un hombre, tuvo el don de profecía y el de los milagros, y era continuamente atacado por el demonio Plinio María Solimeo Nicolás de Tolentino fue el fruto de las oraciones de sus padres a san Nicolás de Mira (o Bari). Como san Zacarías y santa Isabel, ellos ya estaban avanzados en años y no tenían hijos. Le hicieron entonces la promesa de visitar su santuario en el reino de Nápoles, si sus oraciones fuesen oídas. En setiembre de 1245 el cielo les fue propicio con el nacimiento de un niño, que recibió el nombre de su protector. Nicolás huía desde pequeño de todo lo que fuese afeminado, mundano e incluso de las diversiones de los demás niños. Su pureza era angelical y se esmeraba en imitar las virtudes que brillan en los buenos cristianos. En la casa paterna, servía a los pobres con sus propias manos. “Su devoción profunda y su porte hicieron creer a los fieles que veía a Cristo con los ojos corporales. ‘Si Dios conserva la vida a este niño —decían— será algún día un gran santo’”.1 En efecto, Nicolás se hizo “admirar desde temprano su compostura en el templo y su tierna devoción sobre todo a la Santísima Virgen. Cuando oía misa, […] al elevarse la sagrada hostia, era tal la inflamación del semblante, su respeto, su devoción y sus lágrimas, que todos los circunstantes se persuadían estaba viendo con los ojos corporales a Jesucristo en la divina Eucaristía”.2 A los siete años de edad, siguiendo el ejemplo de su homónimo de Mira, Nicolás pasó a ayunar tres veces por semana. Como poseía un gran talento, de tal manera progresó en los estudios, que le dieron una canonjía en la colegiata del Santísimo Salvador, en la localidad de Sant’Angelo. Se hace religioso a los doce años de edad Un día Nicolás oyó en su iglesia el sermón de un fraile de la Orden de Ermitaños de San Agustín, comentando estas palabras del apóstol san Juan: “Y el mundo pasa, y su concupiscencia. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2, 17). El fraile aplicaba esas palabras a las vanidades, ilusiones y abusos del mundo. Y lo hacía con tanta fuerza, que impresionó vivamente al niño, llevándolo a querer consagrarse por entero a Dios. Después del sermón, Nicolás fue a abogar su causa junto al predicador. Por el modo como argumentó, este concluyó que se trataba de una inspiración divina. Se dirigió entonces junto con él a la casa de sus padres y les pidió permiso para llevarlo al convento, a pesar de no haber cumplido los doce años de edad. En la paz y en el recogimiento del claustro, quiso Nuestro Señor hacer brillar su virtud. El fraile niño abrazó con tal fervor la vida religiosa, que parecía un religioso consumado. Sus hermanos de hábito comentaban: “No vive como hombre, sino como ángel”.
Luz de su Orden religiosa Deseosos de que otros religiosos de la orden se beneficiaran de tal ejemplo de virtud y observancia, sus superiores determinaron que el novicio agustino pasara con frecuencia de un convento a otro, como una luz que debía ser vista por todos. Nicolás fue ordenado sacerdote en la iglesia de Santa María de Cingoli por san Bienvenido, obispo de Ósimo, que “fue un verdadero y buen pastor del su rebaño, guardián vigilante de las leyes de Dios y de la Iglesia. Celoso en la predicación evangélica e instrucción catequista, muchas veces visitó su diócesis, realizó un sínodo diocesano en que dictó reglas sabias para promover la disciplina eclesiástica”.3 A pesar de ser ya un religioso consumado, en Nicolás “mostró bien el sacerdocio lo mucho que puede la gracia del sacramento [del Orden] en un alma bien dispuesta. Siendo ya tan santo el nuevo sacerdote, en cuanto se dejó ver en el altar, recibió su virtud nuevo esplendor y su fervor nuevos ardores”.4 Comenzó a celebrar todos los días, lo que no era común en su tiempo, y su rostro se inflamaba con el fuego del amor divino. San Nicolás y las almas del Purgatorio No solamente los miembros de la Iglesia militante recibían los beneficios de sus misas. También los de la Iglesia purgante venían a implorar la limosna de sus oraciones. “Tuvo muchas apariciones de las almas que había librado del purgatorio, entre ellas la de algunos religiosos que expiaban en las llamas por la falta de esmero en la observancia de su regla”.5 Cierta noche, por ejemplo, escuchó algunos gemidos y suspiros profundos. Se trataba de un fraile recientemente fallecido, que gemía en las llamas del purgatorio: “Hermano Nicolás, te lo suplico, di mañana la misa de difuntos para librarme de mis penas”. Ahora bien, el día siguiente era domingo, cuando no se podía celebrar misa por los difuntos. Por eso, le respondió Nicolás: “La sangre del Redentor caiga sobre ti; pero no puedo acceder a tus deseos. Mañana es domingo y no puedo cambiar el oficio del día”. El santo vio entonces a una multitud de niños, hombres y mujeres gimiendo en el fuego del purgatorio, y que le decían: “¡Piedad! ¡Piedad por los que imploran tu socorro! Mañana nos librarías a casi todos de nuestras penas, si quisieras decir la misa por nosotros”. Impresionado, el santo consultó a su superior, mostrando el apremio de aquellas almas benditas del purgatorio. Recibió entonces el permiso para celebrar, no solo al día siguiente, sino durante toda la semana, consagrando todas sus misas, oraciones y penitencias al rescate de los difuntos. El último día, el hermano Peregrino se le apareció al santo, para agradecerle por haber abierto el cielo para él y para gran número de sus compañeros.6
Apostolado en Tolentino San Nicolás fue entonces transferido a Tolentino, donde pasó los últimos treinta años de su vida catequizando al pueblo simple, predicando a todos la palabra de Dios y confesando a los numerosos penitentes que venían a buscarlo. “Conquista, por su dulzura, a todas las personas que le son enviadas, para hacerlas entrar en la vía de la salvación. Todo el tiempo que le queda después de las divinas funciones, lo emplea en la oración, sobre todo mental […]. Cuando, durante sus grandes enfermedades, su cuerpo está aún más agobiado de sufrimientos, es entonces que su espíritu se eleva con más fervor al cielo, y la dulzura que experimenta en ese estado le quita toda percepción de sus dolores”.7 La furia infernal contra el santo El demonio decretó una guerra sin cuartel contra san Nicolás, a fin de hacerle abandonar la vía de perfección, impacientándose o dejando de lado sus ejercicios de piedad: “Lanzaba algunas veces gritos espantosos, imitando el mugido de los toros, el rugido de los leones, el aullido de los lobos, el silbido de las serpientes y la voz de los animales más salvajes. Fingía descubrir y romper los techos del monasterio, quebrar sus tejas y desmoronar la casa. Pero Nicolás, burlándose de sus trucos, permanecía firme como una roca, sin mudar de posición”.8 Esta actitud enfurecía aún más al demonio, que pasaba entonces a la violencia. Asestaba golpes tan numerosos y tan fuertes contra el santo, que lo dejaban postrado algunos días. El padre de la mentira, inspirador de los edulcorados “derechos humanos”, hizo que san Nicolás quedara cojo para el resto de su vida. Pero a veces cambiaba de táctica: “Para apartarle de las prácticas religiosas, el demonio le sugería el pensamiento de que su género de vida ofendía a Dios. ‘Solo el orgullo te mueve a ello —le decía, transformándose en ángel de luz. Limítate a cumplir la regla común, pues de otro modo te debilitas, te haces inútil al prójimo y eres carga onerosa para tu Orden’. Estas reflexiones sumieron a Nicolás en grandes sufrimientos, pues su solo deseo era conformarse con la voluntad divina. El Señor se compadeció de él, disipó sus temores y le animó a continuar sus mortificaciones”.9
Los panecillos de san Nicolás La abstinencia del santo era de aterrar. Además de la carne, se privaba de leche, huevos, frutas y peces, comiendo apenas hierbas hervidas. Debido a sus continuas privaciones contrajo una grave enfermedad. Los médicos fueron entonces llamados y determinaron que comiera carne para recuperar la salud. Aunque él quería mantener la penitencia, sus superiores lo obligaron, en nombre de la obediencia, a quebrar la abstinencia. Nicolás obedeció y comió un pedazo de carne. Después, tanto insistió con sus superiores para seguir con sus mortificaciones, que terminaron concediéndolo. Otra vez, estando a las puertas de la muerte, se le aparecieron la Santísima Virgen, san Agustín y santa Mónica, y le ordenaron comer un pedazo de pan bendecido por la Madre de Dios, gracias al cual su salud se restableció de inmediato. En memoria de este milagro, los religiosos agustinos bendicen panecillos el día de su fiesta. Muchos, invocando con fe el nombre de la Virgen María y de san Nicolás, después de comer esos panes se ven curados de sus males. Muchos campesinos se los dan incluso a sus animales, para preservarlos de accidentes y epidemias. Gran taumaturgo Se narran muchos prodigios operados por san Nicolás. Uno de ellos, que nos hace recordar al profeta Elías, fue el de multiplicar la harina de una generosa mujer que le diera todo lo que tenía, quedando en la miseria. Otra señora, que solo daba a luz a mortinatos, recurrió a él, y Dios hizo que poco después fuera madre de una numerosa prole. Curó también a otra mujer de la ceguera, y a muchas personas curó de varias enfermedades. El remedio ordinario usado por san Nicolás en estas curaciones era hacer la señal de la cruz sobre la persona enferma. En los últimos seis meses de vida, vio muchas veces a la Santísima Virgen y a san Agustín, que le daban a degustar anticipadamente las dulzuras celestiales, completadas por la visión de los ángeles y el sonido de su armoniosa música. San Nicolás de Tolentino expiró el 10 de setiembre de 1306, en los brazos de María Santísima y de san Agustín. Fue canonizado el 1º de febrero de 1446 e incluido en el Martirologio en 1585. Su vida fue escrita por un fraile de su orden. “La paz tantos años perdida, la paz que los más prudentes desconfiaban ya alcanzar, era el ruego inflamado, el conjuro solemne de Eugenio IV, quien, al terminar su laborioso pontificado, confiaba la causa de la Iglesia al humilde siervo de Dios puesto por él en los altares. Según testimonio de Sixto V, ese fue el mayor milagro de San Nicolás; milagro que indujo a este último Pontífice a mandar celebrar su fiesta con rito doble, honor más raro en aquellos tiempos que en los nuestros”.10
Notas.- 1. Edelvives, El santo de cada día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1955, t. V, p. 102. 2. Juan Croisset SJ, Año Cristiano, Madrid, Saturnino Calleja, 1901, t. III, p. 790. 3. http://www.franciscanos.org.br/?p=49103. 4. Croisset, p. 792. 5. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. XI, p. 16. 6. Edelvives, p. 104. 7. Bollandistes, p. 16. 8. Id., p. 17. 9. Edelvives, p. 107. 10. Dom Próspero Guéranger OSB, El Año Litúrgico, Editorial Aldecoa, Burgos, 1956, t. V, p. 367.
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