La Santa Iglesia instituyó esta fiesta, en la cual se conmemoran a todos los santos juntos, incluso a los que no han sido canonizados, para que podamos invocarlos y pedir su auxilio en las asperezas de esta vida. Plinio María Solimeo Entre todas las conmemoraciones que la Iglesia Católica instituyó para el año litúrgico, en reverencia a los bienaventurados que gozan de la gloria eterna, la más solemne y de mayor devoción es la que se celebra el día 1º de noviembre, en honra de todos los santos, porque es la fiesta que abarca a todos los santos que están en el Cielo, sin excluir a ninguno. La Iglesia militante se encomienda a ellos, los invoca y llama en su favor toda aquella admirable compañía de la corte celestial. En los primeros tiempos del cristianismo, se acostumbraba celebrar en el propio lugar de su martirio el aniversario de la muerte de aquellos que habían muerto por Jesucristo. En el siglo IV, en Oriente, diócesis vecinas comenzaron a intercambiar fiestas, transferir reliquias, dividirlas y a unirse en una fiesta común, como se comprueba por una invitación que San Basilio de Cesarea (379) envió a los obispos de la provincia del Ponto. Por el hecho que muchos mártires hayan sufrido el martirio el mismo día, se estableció una conmemoración conjunta de varios de ellos. Origen de la conmemoración En la persecución de Diocleciano el número de mártires fue tan grande, que no se podía instituir para cada uno de ellos una fiesta particular. Pero como la Iglesia quería que todo mártir fuese venerado, marcó un día común para todos. El primer trazo de ello, lo encontramos el año 359, en Edesa, que celebraba el día 13 de mayo la “memoria de los mártires de todo el mundo”. Vemos también una mención de esa conmemoración en un sermón de San Efrén (373) y en una homilía de San Juan Crisóstomo (407). El calendario siríaco del año 411 también señalaba una “Conmemoración de los Confesores”, el sexto día de la semana de Pascua.
En Occidente, aunque los Sacramentarios de los siglos V y VI consignen numerosas misas en honra de los santos mártires, no había un día fijo para su celebración. Fue el día 13 de mayo del 610 que el Papa Bonifacio IV, al hacer exorcizar, purificar y bendecir el antiguo Panteón romano —que fuera dedicado “a todos los dioses del Imperio”— lo consagró a la Santísima Virgen y a todos los mártires, por lo que pasó a llamarse Sancta Maria ad Martyres; y después, Nuestra Señora de la Rotonda, a causa de su forma circular. Hacia allá mandó llevar muchos huesos de mártires que estaban en los diversos cementerios y catacumbas de Roma. A partir de entonces, todos los años, el día de su dedicación, había una celebración en honra de todos los mártires que allí se veneraban. Alrededor del año 731, el Papa Gregorio III consagró, en la iglesia de San Pedro, una capilla en honra de todos los santos, y desde entonces se celebraba en la Ciudad Eterna una conmemoración en su honra. El Papa Gregorio IV, el 837, extendió esta fiesta a Francia; y a partir de entonces, a toda la Iglesia. En 1480, el Papa Sixto IV concedió una octava a la fiesta, lo que la hizo aún más célebre en todo el mundo, llegando a ser una de las principales de la Cristiandad. La iglesia militante homenajea a la triunfante ¿Por qué una fiesta para todos los santos? La Santa Iglesia quiso, por medio de esta fiesta, honrar también a los santos que no tienen una conmemoración particular durante el año, sea porque son poco conocidos o porque apenas se hace mención de sus nombres el día de su triunfo en el Cielo. Su número, incontable, impide que tengan un culto distinto y separado. “Ciertamente no era justo dejar sin honra a esos admirables héroes del cristianismo que sirvieron fielmente a Dios durante su vida mortal y emplean continuamente sus oraciones en el Cielo para obtener el perdón de nuestros pecados, y gracias poderosas para que lleguemos a la felicidad de que ellos ya gozan”. 1 Era, pues, necesaria una fiesta que fuese un homenaje de toda la iglesia militante para toda la iglesia triunfante. Por lo que ya decía San Beda, el Venerable, en el siglo VIII: “Hoy, dilectísimos, celebramos en la alegría una sola fiesta, la solemnidad de Todos los Santos, cuya sociedad hace que el Cielo estremezca de gozo, cuyo patrocinio alegra la tierra, cuyos triunfos son la corona de la Iglesia”. 2 Otra razón, proveniente del Ordo Romano, es la de dar oportunidad a todos los fieles, eclesiásticos o seglares, de reparar mediante un nuevo fervor las negligencias con que celebraron las fiestas particulares de esos santos. Se podría aún añadir que, honrando a todos los santos en una sola conmemoración, pretendemos atraer hacia nosotros la protección y la intercesión de todos ellos y conseguir así favores especiales que, por el número de nuestros pecados, no alcanzamos.
Se puede agregar también que la iglesia militante quiere, al reunir a todos los santos en una sola fiesta, interesarlos en su defensa y protección, y como que incentivarlos a juntar su intercesión para que le obtengan favores extraordinarios. Era lo que se decía en la Oración Colecta de la misa de ese día: “Dios todopoderoso y eterno, que nos concedes celebrar en una sola fiesta los méritos de todos tus santos; te rogamos que, por las súplicas de tantos intercesores, derrames sobre nosotros la ansiada plenitud de tu misericordia”. 3 Finalmente, en la institución de esta fiesta dedicada a todos los santos en un sólo día, la Iglesia propone a los fieles que deseen la felicidad inestimable y la gloria a que ellos fueron elevados, las riquezas y las delicias de que gozan en la mansión de los bienaventurados, como describe admirablemente San Juan en el Apocalipsis: “Vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo por la mano de Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que clamaba desde el trono: «Ésta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos. Y ellos serán su pueblo, y el mismo en medio de ellos será su Dios; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena, pues todo lo anterior ha pasado»” (Ap. 21, 2-4). Y “La ciudad [Jerusalén celestial] no necesita luz del sol ni de la luna, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero. A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra llevarán a ella sus riquezas. No habrá que cerrar sus puertas al fin del día, ya que allí no habrá noche. Traerán a ella las riquezas y el esplendor de las naciones. Nada manchado entrará en ella, ni los que cometen maldad y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Ap. 21, 23-27). Los santos y las bienaventuranzas Los santos de Dios son aquellos héroes de Jesucristo que, venciendo al demonio, al mundo y a la carne, y practicando las virtudes en grado heroico, alcanzaron la eterna bienaventuranza. Por eso el Evangelio de la misa propia es el de las bienaventuranzas, como para mostrarnos cuál es el camino que debemos seguir para hacerles compañía en la gloria eterna: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos; Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra; Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados; Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados; Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia; Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios; Bienaventurados los que sufren persecución por amor a la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt. 5, 3-12).
¿Qué hacer para participar de esa felicísima gloria en la Jerusalén celestial? Tenemos los Mandamientos, la doctrina de la Iglesia y los ejemplos de los santos. Unos, como Santa María Goretti, alcanzaron la corona eterna por su amor y defensa de la virginidad; y otros, como Santa María Magdalena, por su profundo arrepentimiento y penitencia. Un gran número, como Santa Inés, alcanzó la palma del martirio por su abrasado amor de Dios; otros, como Santa Catalina de Siena, se santificaron confesando su santo nombre ante los hombres. Ninguna persona humana llegó a la eterna felicidad sino por la vía de la Cruz, y practicando las virtudes del Divino Maestro, de la humildad, de la paciencia, de la combatividad, mansedumbre, castidad, abrasado amor de Dios y del próximo y odio al mal y al pecado. Todos ellos brillan en el Cielo, con una luz que participa de la luz del propio Dios. Pero en el Cielo los santos de Dios, a pesar de la uniformidad del amor que los abrasa, resplandecen con diferentes luces, de acuerdo con la virtud con que más brillaron en la tierra. Así las vio el apóstol virgen también en su profético libro del Apocalipsis: Las almas vírgenes “cantan un cántico nuevo… y nadie podía aprender aquel canto, a excepción de […] los que no se mancharon con mujeres: son vírgenes. Éstos siguen al Cordero adondequiera que vaya” (Ap. 14, 3-4). De otro lado, los mártires “que están vestidos con vestiduras blancas […] son los que vienen de la gran persecución; han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero” (Ap. 7, 13-14). Y “los hombres prudentes resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos”, dice el profeta (Dn. 12, 3), lo cual se aplica a los antiguos Padres de la Iglesia y a los Doctores, y también a todos los que enseñan a los demás la verdadera doctrina católica. Concluyendo: “El cántico nuevo de las vírgenes, la blanca estola de los mártires y el esplendor de firmamento de los doctores son, en la límpida señalización de los textos sagrados, los datos característicos que dignifican, de manera singular, las tres formas de elegidos y los individualizan vivamente a los ojos admirados de los demás”. 4 Notas.- 1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. XIII, p. 94.
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