Plinio Corrêa de Oliveira RESUMAMOS EN DOS PALABRAS nuestro artículo anterior. La exageración es un defecto que puede corromper cualquier virtud. El amor a la patria, por ejemplo, es una cualidad, pero la estatolatría es un defecto. La justicia también es una cualidad, pero su exageración puede transformarla en dureza y hasta en crueldad. La intransigencia es una virtud, pero si es llevada al exceso puede llegar al sectarismo. Y así en adelante. Pues bien, la moderación también es una cualidad. Luego, es susceptible de ser deformada por la exageración. Ser "moderadamente moderado" es bueno. Ser exageradamente moderado es malo. Corruptio optimi pessima (la corrupción de los mejores es la peor de todas). La moderación es una elevada, una elevadísima virtud. Precisamente por eso, sus deformaciones son muy peligrosas. En principio, es pues muy importante conocer las exageraciones de la moderación, para prevenirlas o remediarlas. * * * A esta razón doctrinaria válida para todos los tiempos y todos los lugares se suma para recomendar un estudio del asunto en estos comienzo de año, un motivo circunstancial de los más ponderables. El hombre de nuestros días es esencialmente exagerado. Durante decenios enteros soplaron sobre él los vientos desencadenados de las propagandas políticas y sociales más extremadas. Él tomó el gusto por el exceso. Después de las guerras mundiales se emprendió en varios sectores un esfuerzo muy oportuno para infundirle cierta moderación. Sucedió entonces un fenómeno curioso, pero explicable: viciado en la exageración, el hombre moderno comenzó a exagerar la moderación. De ahí, al menos en parte, la popularidad de que gozan ahora muchas actitudes y modos de pensar de comienzos del siglo XX que algunas décadas atrás habrían sido señaladas como manifiestamente liberales. Ahora bien, nada podría comprometer más a fondo la causa de una santa y sana moderación, que tal desvío. Apuntar, analizar, poner al desnudo este desvío en algunas de sus incontables manifestaciones es, pues, un servicio útil y urgente, en la lucha contra la exageración. * * * Hay tres principios que el moderantismo radical lleva al exceso. Tolerante, transigente, quizá displicente en todo, teme el exceso en todos los campos. Pero en esos tres principios él se muestra intransigente como un inquisidor de leyenda, fanático como un mahometano, meticuloso como un fariseo. Son tres principios excelentes: 1. la norma de San Agustín, "odiar el error y amar a los que yerran"; 2. "la virtud está en el término medio"; 3. la máxima de San Francisco de Sales: "Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre". De ahí resulta toda una serie de posiciones unilaterales que redundan en un liberalismo más o menos declarado. * * * Lo que el moderantismo radical tiene de característico, es que lleva prácticamente a una posición de "tercera fuerza" entre la verdad y el error, el bien y el mal. Si en un extremo está la Ciudad de Dios, cuyos hijos procuran difundir por todas las formas el bien y la verdad, si en el otro extremo está la Ciudad del Demonio, cuyos soldados procuran difundir el error y el mal bajo todas sus formas, claro está que la lucha entre estas dos ciudades es inevitable. Pues dos fuerzas que actúan en un mismo campo en sentidos opuestos tienen que combatirse necesariamente. De donde no puede haber una difusión de la verdad y del bien que no implique un combate al error y al mal, y aún a sus fautores. Recíprocamente, no puede haber difusión del error y del mal que no acarree un combate a la verdad, al bien, a los que difunden la verdad, a los que trabajan por el bien. Es precisamente lo que no quieren ver los moderantistas radicales cuando llevan a la exageración la primera máxima. Imaginan que, atacando ideas y sólo ideas, pueden alcanzar la victoria. Como si las ideas fuesen entes concretos, susceptibles de ser atacados y derrotados. Las ideas existen en la mente de los que las profesan. Derrotarlas es convertir a sus adeptos, o en caso que se obstinen, señalarlos, desenmascararlos, privarlos de toda influencia Pero el "moderantista" exagerado no ve nada de eso. Resuelto a atacar las ideas sólo en tesis, parte a la guerra contra dos adversarios: a) las ideas de los anticatólicos; y, b) los católicos que llevan el combate al campo de los hechos concretos. Entre unos y otros, él actúa pues como una genuina "tercera fuerza". Por supuesto, el "moderantista" de la "tercera fuerza" aplica sus principios también en el caso de la lucha entre católicos dóciles a la Santa Sede, y los que profesan los errores que el Papa Pío XII condenó en las encíclicas Mystici Corporis y Mediator Dei, en la constitución Bis Saeculari y en la encíclica Humani Generis. Él quiere atacar apenas las doctrinas. Siempre que se trata de decir que alguien erró, siempre que se trata de alejar a alguien de un cargo o situación en que su influencia podría ser peligrosa, el moderantista está en desacuerdo. Es que ello sería faltar a la caridad, pues así se traslada la lucha del campo de las ideas al campo de las personas. En líneas generales, este es el católico de la "tercera fuerza". Pero él tiene una característica muy curiosa: aplica la sabia máxima de San Agustín en una sola dirección. Cuando trata con los que profesan doctrinas velada o abiertamente erradas, el católico de la "tercera fuerza" es "moderantista". Sin embargo, siempre que se enfrenta con los que luchan por la pureza absoluta de la doctrina, él ataca… asimismo, y hasta principalmente a las personas.
Señalamos un curioso campo de muestra, para análisis de nuestros lectores. Observen con atención la oposición que la "tercera fuerza" nos hace. Comparen esa posición de los soldados de la "tercera fuerza" en relación a nosotros, con su posición en relación a los que divergen de nuestras ideas. Para solo facilitar la exposición, y sin querer dar a la expresión ningún significado especial, llamemos a estos de "izquierda", y a nosotros de "derecha". En el centro estaría la "tercera fuerza". Veamos: 1. Los escritos emanados de la "izquierda" no ofrecen mayor peligro, desde que no propugnen abiertamente el error. Por eso, deben ser considerados con vistas gordas. Al contrario, los escritos de la "derecha" son peligrosísimos. Ellos difunden al menos implícitamente una atmósfera de pugnacidad e intransigencia que daña la caridad. En consecuencia, deben ser analizados a fondo y con la mayor atención, y deben ser rigurosamente "boicoteados" siempre que traigan consigo el menor fermento de discusión. 2. Los escritores de la "izquierda", aún cuando incidan en uno u otro error formal, pueden ser personas excelentes, dignas de todo aprecio, y su colaboración en las lides del apostolado puede y debe ser francamente aprovechada. Los escritores de la "derecha" al contrario son personas peligrosas, cuya influencia siempre se ejerce en detrimento de la caridad, y que deben ser alejadas de cualquier actividad apostólica. 3. Sería falta de caridad crear, por una acción personal, en conversaciones con amigos y parientes, con compañeros de las asociaciones que se frecuenta, etc., un ambiente de sospecha en torno a los elementos de la "izquierda". Pero es una obra de salvación pública, aplicar toda la diligencia para crear tal ambiente con relación a los de la "derecha". 4. Es posible que en este o en aquel caso concreto la acción de algún entusiasta de la "izquierda" haya sido menos leal o menos caritativa. Corresponde perdonarlo, pues la pasión lo puede mucho sobre la pobre humanidad decaída. Sería juicio temerario o hasta manifiesta calumnia, el sospechar de las intenciones de tales personas. Es patente, no obstante, que la "derecha" peca siempre contra la caridad, que el sentido más elemental de justicia pide que sus adeptos sean castigados con la mayor severidad, que se hagan cesar sus actividades perniciosas con energía. En cuanto a sus intenciones, considerándolas con mucha caridad, se queda en el límite de una grave sospecha. ¿Cuál es el resultado de esta formidable y feroz contradicción? No podría ser más claro. Los fautores del mal quedan rodeados de todas las consideraciones, de todas las simpatías, provistos de todas las posiciones claves para la difusión del error. Al contrario, los defensores de la verdad quedan aislados, antipatizados, alejados de todas las situaciones estratégicas. En otros términos, todo el peso de la influencia de la tercera fuerza concurre para la victoria de las ideas que —al menos en su imaginación— ella condena. Una idea fija: la equidistancia Pero, alguien dirá, ¿la virtud no está en el medio? ¿Si la derecha es un extremo, si la izquierda es otro, la virtud no tiene que estar a media distancia entre una y otra? Sería necesario comenzar por indagar si la posición de la "tercera fuerza", de los "exageradamente moderados", realmente está en el medio. Pues cuando se tiene todas las cóleras vueltas hacia uno de los lados, y todas las indulgencias hacia el otro, es muy difícil afirmar que se tiene el corazón a igual distancia de uno y de otro. Además, nada sería más erróneo que imaginar que, dadas dos opiniones contrarias, la virtud está siempre en el medio término entre ellas. Así, si en una rueda alguien está a favor de la decapitación para castigar el homicidio, y otra persona está a favor de la simple prisión, no se debe deducir de ahí que la verdad no consiste en cortar al homicida por el cuello, ni en no cortarlo de modo alguno, sino en cortarlo por las piernas. Del mismo modo, en un grupo donde un católico sustenta que la Jerarquía Eclesiástica se compone de Papa, obispos y párrocos, y un presbiteriano niega al Papa y los obispos y sólo admite a los párrocos, la verdad estaría en el medio término, es decir, en el anglicanismo que admite a los obispos, pero no al Papa. Si un ladrón pretende tener derecho a todo el dinero contenido en la cartera de su víctima, y esta afirma que por el contrario el ladrón no tiene derecho alguno a ello, la virtud consistiría en permanecer en el medio término, y dar al ladrón la mitad del dinero. Y entre un católico que afirma la existencia de las tres Personas de la Santísima Trinidad, y un hereje que sólo admite en Dios a una Persona, la verdad estaría en permanecer en el medio término, aceptando la existencia de dos Personas en Dios. En un recto sentido de la máxima, es cierto que la verdad y la virtud están en el medio. Pero no en un medio término cualquiera, pues eso sería absurdo. El "medio" de la máxima significa una posición de equilibrio perfecto, del cual están excluidos todas las exageraciones teóricamente posibles, todos los errores imaginables, en el cual sólo existe verdad y bien. El medio está en la virtud Vamos a los ejemplos. Un estudiante que sufre una o más reprobaciones en su primera temporada es ciertamente un mal estudiante. Otro que pase en todas las materias con nota 12, es un estudiante mediano. Otro aún, que sólo alcance distinciones a lo largo del curso y obtenga todos los premios, es un estudiante excelente. ¿Cuál de los tres está en el medio término ideal? Si la virtud está en el medio, el medio término está con el más virtuoso. Entonces, el más virtuoso no es el que sacó 12 de nota en todos los exámenes, sino el que sacó 20… Esto nos lleva a una formulación para comprender mejor la famosa máxima de que la virtud está en el medio. ¿Queremos saber dónde está el medio? Está en la virtud. De donde se deduce que cuanto más se camina en la virtud, rumbo a las cumbres de la santidad, tanto más se está en el medio. "Medio" muy diferente, claro está, de medianía, mediocridad o una insulsa equidistancia entre el bien y el mal. En materia de pureza, el "medio" consiste en imitar a San Luis Gonzaga, que huía de todo cuanto fuera mundanismo y tuviera la menor sombra de mal. En materia de ortodoxia el medio es la imitación de Santo Tomás de Aquino, de San Ignacio de Loyola, del santo inquisidor Pío V. En materia de oración, es seguir a Santa Teresa de Avila o a Santa Teresita del Niño Jesús. En materia de combatividad consiste en imitar a San Bernardo, el santo de las Cruzadas, o a Santa Juana de Arco.
Si en un extremo está el cielo y en otro el infierno, el "medio" en que la virtud se encuentra no está a igual distancia entre el trono de Dios y el banquillo de Satanás, en aquella zona de réprobos que Dante vislumbró en la entrada del infierno, rechazados igualmente por los ángeles y por los demonios, es decir, los tibios, los mediocres, los indiferentes, que pasaron por la vida senza infamia e senza lode ("sin infamia y sin elogios", Infierno III, 36). El medio se encuentra en uno de los extremos, o sea, en el cielo. Si queremos saber dónde está el medio, sólo tenemos un camino: preguntar a la Iglesia dónde está la virtud. Miel y vinagre Pero, dirá finalmente alguien más, ¿no es cierto que con una gota de miel se atraen más moscas que con un barril de vinagre? Dejemos de lado a la tercera fuerza y sus lamentables incoherencias. ¿No sería mejor que los de la "derecha" abandonasen definitivamente los métodos polémicos y procurasen convencer al "otro lado" por medios cariñosos? En principio, el cariño es lo que más atrae a los hombres. ¿Se debe deducir de ahí, que esa es la única actitud propia del apóstol? Si Santa Juana de Arco hubiese querido expulsar a los ingleses a fuerza de caricias, ¿habría obtenido resultado? ¿San Bernardo habría actuado mejor no predicando las Cruzadas, sino organizando en la Cristiandad un "día de buena voluntad" con los mahometanos? ¿San Pío V habría procedido más cristianamente y más eficientemente mandando al golfo de Lepanto, a algún especialista en sonrisas pacifistas en lugar de las naves de Don Juan de Austria? De tantos ejemplos se deduce claramente que un santo, al preferir siempre que sea posible los medios persuasivos, puede también verse obligado a usar procesos muy severos. Y esto por dos razones principales. Ante todo, en el apostolado no siempre se trata de convertir. Si una conversión se revela inviable por la obstinación del pecador, es necesario quitarle a este los medios de perder a otras almas. Lo cual raras veces se obtiene con el mero empleo de medios persuasivos. De otro lado, la propia conversión no siempre se consigue con palabras suaves. La historia está llena de ejemplos de almas que sólo fueron tocadas cuando oyeron palabras duras, apóstrofes terribles, amenazas tremendas. Basta pensar en el caso del rey David. Así, si es verdad que la suavidad atrae más almas que la severidad, es cierto también que existen almas que solo la severidad puede convertir, situaciones interiores, estados de crisis que solo la severidad puede resolver. Dicho esto, se afirma un principio esencial, que sería un grave error olvidar o subestimar. Pues una técnica de apostolado hecha apenas de dulzura es tan errada como otra que constase exclusivamente de severidad. ¿Severidad y dulzura? ¿Cómo actuar entonces? ¿En qué medida emplear cada uno de estos indispensables ingredientes de la acción apostólica? ¿Cuánto de sal? ¿Cuánto de azúcar? A primera vista, el problema parece insoluble; en realidad es de fácil solución. Distingamos cuidadosamente la dulzura virtuosa, de la viciosa. Y lo mismo hagamos con la severidad.
"Por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 16), dice Nuestro Señor. Se puede decir esto de los hombres y también de las tácticas de apostolado. Cuando la suavidad del apóstol es propia para encender en las almas el gusto por la fe, por la pureza, por la vida mortificada, el desapego de los bienes terrenos, una confianza sin límites en la Iglesia de Dios, un odio inexorable al pecado; cuando la suavidad —en suma— convierte y santifica, ella es recta, virtuosa, santa. Pero cuando la suavidad del apóstol atasca aún más al pecador en su pecado, infundiendo en él una esperanza presuntuosa de salvarse, disminuyendo en él la noción de la gravedad de su culpa, induciéndolo a considerar con indiferencia la cólera de Dios, llevándolo a odiar a las personas virtuosas, a jactarse de sus máximas sensuales y mundanas, a tergiversar los dictámenes de la fe y las enseñanzas de la Iglesia, tal suavidad viene del demonio. Cuando la severidad es turbulenta, agitada, contradictoria, sea recriminando una bagatela, sea dejando pasar un hecho grave; cuando ella se ejerce más en la defensa de los derechos reales o supuestos de la persona severa, que en la defensa de los derechos de Dios y de la Iglesia; cuando ella no se aplaca ante un arrepentimiento sincero; cuando se propone desahogar y no edificar; cuando no acepta pronta y mansamente los frenos de la obediencia; cuando no es el modelo que despierte admiración o atracción por la virtud; cuando infunde un temor que desanima y no convierte, no viene de Dios. Pero cuando ella es completamente razonable inclusive en sus afirmaciones más radicales; cuando se funda totalmente en principios y no en cóleras de momento; cuando tiene en vista la defensa de los derechos y doctrinas de la Iglesia, y ve todo sub specie aeternitatis (bajo la perspectiva de la eternidad), en lugar de orientarse por fobias o simpatías personales; cuando acepta bien la obediencia, anima hacia la virtud, aleja del pecado, atrae las almas a Dios, entonces es un don del cielo. La santidad es lo esencial Dicho esto, lo esencial no es ser dulce o severo, sino que se sea santamente dulce o santamente severo. Severidad, dulzura, dependen en gran parte de configuraciones de alma, y "en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (Jn 14, 2). Dice la Escritura que "el Espíritu sopla donde quiere" (cf Jn 3, 8), y Dios da a cada cual sus dones como entiende. A unos dará el don de atraer principalmente por la suavidad, como San Francisco de Sales. A otros, dará el don de atraer a Él por el vigor de una polémica fogosa y inflexible, como San Jerónimo. No erijamos santo contra santo, altar contra altar, virtud contra virtud. Comprendamos antes que donde está la santidad está Dios, fuente de todo bien. Seamos más severos que suaves, o más suaves que severos: lo esencial es que lo seamos santamente. Pues lo que se quiere es la santidad, es decir, la perfecta adhesión a la doctrina católica, a la práctica perfecta de los Mandamientos. En uno u otro caso, aunque lleguemos a extremos estaremos actuando moderadamente, si actuamos santamente. Repetimos: la virtud está en el medio; y ese famoso medio está en la virtud. Y si no estuviese en la virtud, ¿dónde podría estar sino en el infierno?
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