Santoral
Conversión de San Pablo ApóstolAl caer del caballo, el perseguidor de los cristianos se convirtió y se tornó en Apóstol. Instruido por el propio Cristo Jesús, fue uno de los más ardorosos propagadores del cristianismo. Sumiso al Papado, supo, sin embargo, resistir a San Pedro con respeto y firmeza en la cuestión de los judaizantes. Demostrando gran elevación de alma, San Pedro acabó por darle la razón. |
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Fecha Santoral Enero 25 | Nombre Pablo |
Uno de los mayores acontecimientos en
De ninguno de los grandes santos penitentes la Iglesia celebra su conversión como la de San Pablo. Una de las razones de ello es la excelencia de todas las virtudes que Nuestro Señor le comunicó. Plinio María Solimeo Uno de los mayores santos del firmamento católico, San Pablo, nos dice que era judío, nacido en la “ilustre” Tarso, en Cilicia, Asia Menor (Hch. 21, 39), ciudadano romano por nacimiento (Hch. 22, 26-28), de una familia en la cual la pureza de conciencia era hereditaria (2 Tim. 1, 3), muy apegada a las tradiciones y observancias de los fariseos (Fil. 3, 5-6). Como pertenecía a la tribu de Benjamín, le fue dado el nombre de Saúl (Saulo), muy común en esa tribu en memoria del primer rey de los judíos. Como todo judío respetable debía enseñar a su hijo una profesión, el joven Saulo aprendió a tejer los hilos con los cuales eran hechas las tiendas y a confeccionarlas, lo que le sería de mucha utilidad en el futuro. Muy joven aún fue enviado a Jerusalén para recibir educación en la escuela de Gamaliel. Al contrario de lo que muchos imaginan, el gran San Pablo era de pequeña estatura, calvo, de voz débil y mala salud. Por ello, no impresionaba a primera vista. Sin embargo, el alma que movía aquel cuerpo frágil era toda de fuego, y prácticamente no encuentra paralelo no sólo en los primeros tiempos del Cristianismo, sino en toda su historia. De perseguidor a Apóstol de Cristo Formado en la tradición de los fariseos, que exageraban el cumplimiento de las exterioridades de la Ley, su fanatismo ardiente, que nada podía moderar, se chocaría contra el Cristianismo naciente. La doctrina de éste, dotada de fuerza y vida, amenazaba conquistarlo todo para Cristo, lo que mucho preocupaba a Saulo. Frente a esa marcha conquistadora, él no dudaba en oponerse con todas sus fuerzas y hasta con la violencia, conforme narran los Hechos de los Apóstoles (9, 1-2): “Respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para Damasco, dirigidas a las sinagogas, para traer presos a Jerusalén a cuantos hombres y mujeres hallase de esta doctrina”. Sobre esto comenta San Juan Crisóstomo: “¿Qué males no había hecho? Había cubierto de sangre a Jerusalén, matado a los fieles, afligido a la Iglesia, perseguido a los Apóstoles, apedreado a Esteban, sin perdonar a hombre ni mujer, porque no se contentaba con llevarlos a los tribunales y acusarlos ante los jueces, sino que los buscaba en sus casas, sacándolos de ellas; y, como una fiera, los arrebataba”.1 “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Sin embargo, en el camino de Damasco el Señor lo esperaba. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Cayó del caballo ante la fulgurante luz. “Cosa maravillosa es considerar que, habiendo sido toda la vida de Cristo, nuestro Redentor, sembrada de trabajos, persecuciones y penas, y su sagrada pasión llena de tantas y tan inexpresables afrentas y tormentos, nunca el Señor se quejó ni abrió la boca para decir: ¿Por qué me persigues? ... Y ahora, con voz portentosa y sonora, le dice a Saulo: «¿Por qué me persigues?» ¿Cómo podía Saulo perseguirte, Señor, siendo él un poco de polvo, y Tú el Rey de la gloria, estando él en la tierra y Tú en el cielo? Pero, porque Saulo perseguía a los miembros de Cristo, nuestra cabeza, Él tomaba por propias las injurias que contra sus miembros se hacían”.2 “¿Qué he de hacer, Señor?” Era la coherencia hablando. Si Aquel que se le aparecía era el propio Cristo, Hijo de Dios, Saulo debería, en vez de perseguir a sus discípulos, entregarse enteramente y de inmediato a su servicio. Los teólogos aseguran que una conversión es obra más maravillosa que la resurrección de los muertos. Así, la conversión de San Pablo constituyó un hecho mayor y más notable que la resurrección de Lázaro, encerrado hacía cuatro días en el sepulcro y despidiendo mal olor.
Para San Agustín, si la resurrección de un muerto y la conversión de un pecador son obras de igual poder, la conversión es obra de mayor misericordia. Si eso se puede decir de cualquier conversión, se puede decir con mayor razón de la de San Pablo. “En efecto, si todas las otras son milagrosas, estando elevadas por encima del orden de la naturaleza, ésta lo es en el mismo orden de la gracia, siendo como un milagro establecido sobre otros milagros. Lo que parecerá evidente, tanto si se consideran los efectos que produjo, cuanto los grandes frutos que la Iglesia de ella sacó”.3 Realmente, vemos en aquella conversión una circunstancia enteramente milagrosa, pues es un milagro en el orden de la gracia que un alma tan cargada de pecados, y con disposiciones totalmente contrarias a ella, se convierta así inesperadamente, sin haber sido preparada antes por actos opuestos a esos malos hábitos y a esas disposiciones perniciosas. La conversión de San Pablo también fue un “prodigioso acontecimiento, de incalculable importancia, sin el cual todo el futuro del Cristianismo habría cambiado de semblante. [...] La transformación fue en él radical y completa. Lo que había odiado, pasa, de la noche a la mañana, a adorar; y la causa que combatió con toda violencia va, igualmente con toda violencia, a servirla en el futuro. En un segundo, y en la pista del desierto, Dios vencerá al adversario y lo unirá a Sí, para todo y siempre”.4 “Sed mis imitadores como yo lo soy de Cristo” Cuando Ananías, por orden del Señor, fue a ver a Saulo para restituirle la vista, le confirió también los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden. “Convertido, instruido, consagrado, regenerado por los aguas del bautismo, el ilustre neófito tenía todo lo que era necesario para volverse el instrumento de grandes designios: la difusión de la fe en el mundo entero, tal es el programa cuya ejecución le fue confiada por su nuevo maestro”. Sin embargo, “a esta naturaleza ardiente le era necesario, antes de recorrer sin parar su nueva carrera apostólica, una estadía en la soledad. El desierto atrae a las grandes almas. Saulo permaneció tres años en retiro, disponiéndose por medio de la oración, meditación, recogimiento y penitencia a cumplir la misión a la cual Dios lo llamaba”.5 Arrebatado al tercer cielo, vio con los ojos del alma todo lo que Cristo había padecido y obrado en la tierra y los íntimos pensamientos, dolores, afectos y deseos de su amantísimo Corazón. Por encima de todo, él fue instruido directamente por Nuestro Señor en persona, por lo que pudo afirmar: “El Evangelio que yo os he predicado no es cosa de hombres; pues no lo he recibido ni aprendido de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gal. 1, 11-12). Después de haber sido arrebatado a los cielos, pasó a vivir solamente en función de la vida futura: “Nuestra conversación está en el Cielo” (Fil. 3, 20), y “mi vida es Cristo; y morir por Él es ganancia para mí” (Fil. 1, 21), pues “vivo, pero no soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí” (Gal. 2, 20). Se transformó así en uno de los mayores predicadores del Evangelio: “¿Quién imitó más a Jesucristo que el mismo San Pablo, que se propone como ejemplo y nos exhorta a que lo imitemos porque es imitador de Cristo? ¿Quién siguió más a Cristo crucificado que el mismo San Pablo, que dice que estaba crucificado con Cristo en la cruz, y que toda su gloria era la cruz de Cristo? ¿Que no sabía otra cosa, sino de Cristo crucificado? ¿Que en su cuerpo traía impresos los estigmas, señales y llagas del Señor Jesucristo, y decía que todo su gozo y triunfo era verse esposado y cargado de cadenas por Él? ¿Quién podrá, aunque tenga lengua de ángel, explicar las virtudes de San Pablo y lo mucho que Dios le dio en esta conversión?” 6 Llevó el nombre de Cristo a todas las naciones Por eso su doctrina está excelentemente por encima de la de todos los demás, y su espíritu tan alto, que no encuentra paralelo entre los hombres. Él es “el labrador que cultiva el campo de la Iglesia; o el arquitecto, que la edifica; o el médico, que la cura; o el soldado, que la defiende; o el doctor, que le enseña; o el padre, que la engendra; o el ama, que le da el pecho y la cría con su leche; o el juez severo, que reprende y castiga; o la madre piadosa, que acaricia y regala; y no hay estado en la Iglesia que en las epístolas de San Pablo no tenga su particular enseñanza y doctrina”. Por eso “la Santa Iglesia dice que Dios enseñó a todo el mundo por medio de San Pablo, y lo llama doctor de las gentes, y por excelencia el apóstol; porque, entre todos los apóstoles, fue el que más se esmeró, más trabajó y más provecho hizo con su prédica y con las catorce epístolas que escribió”.7
Parte de la epopeya apostólica del Apóstol de los Gentiles puede ser leída en los Hechos de los Apóstoles, en que se ve “en medio de tantos trabajos a San Pablo, siempre el mismo, siempre más y más abrasado en el amor a Jesucristo, ¡siempre más y más celoso de llevar su santo nombre por todas las naciones de la tierra! Causa asombro considerar las ciudades, las provincias, los reinos y los vastos dominios que recorrió este gran apóstol, anunciando el Evangelio en todos ellos”.8 Durante su carrera apostólica, San Pablo fue flagelado, encadenado y siete veces lanzado en prisión; tres veces sufrió naufragio, y en una de ellas sólo se salvó agarrado a un pedazo del navío durante un día y una noche. Varias veces tuvo que huir perseguido por los judíos, sufrió hambre y sed por amor a Cristo. Culminando su prodigiosa vida por la espada, pudo afirmar: “Combatí el buen combate, he concluido la carrera, he guardado la fe. Nada me resta sino aguardar la corona de justicia que me está reservada, y que me dará el Señor en aquel día, como justo Juez” (2 Tim. 4, 7-8). Notas.- 1. In P. Pedro de Ribadeneyra S.J., Flos Sanctorum, apud Dr. Eduardo María Vilarrasa, La Leyenda de Oro, L. González y Cía. Editores, Barcelona, 1896, t. I, p. 258. Otras obras consultadas.-
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