La advocación a la Virgen Dolorosa de la Esperanza llegó a América traída por los primeros navegantes, conquistadores y evangelizadores. Profundamente arraigada en Sevilla —donde se venera la célebre imagen de María Santísima de la Esperanza Macarena— esta devoción se extendió rápidamente por el Nuevo Continente, en el cual se multiplicaron sus imágenes. Cuando en el siglo XIX el fervor comenzó a declinar, las apariciones de Pontmain le dieron un renovado ímpetu a esta tradicional devoción mariana. Valdis Grinsteins En Pontmain —una pequeña aldea francesa del interior en la región de la Mayenne— nada había de especialmente digno de nota… hasta 1871. En aquel año, el país se encontraba desfigurado por la descristianización y atravesaba por una dura probación. El año anterior, Francia había declarado la guerra a Prusia, pero sus ejércitos fueron derrotados; Napoleón III, autotitulado emperador, cayó a consecuencia de la derrota; y, fue proclamada la tercera república. Peor: en la capital francesa, cercada por el ejército enemigo, entró en vigor un régimen anarquista precursor de los horrores del golpe comunista, conocido como la Comuna de París. En tales circunstancias, nada impedía que el victorioso ejército prusiano ocupara todo el país. En aquella época histórica, una victoria de Prusia sobre Francia tomaba aires de triunfo del protestantismo (mayoritario en esa época en toda Alemania) contra el catolicismo. Teniendo Francia la vocación de dar ejemplo de civilización católica, su derrota y consecuente desintegración sería una enorme pérdida para toda la civilización cristiana. En 1871, la situación había llegado a tal punto que nada podía salvar a Francia. Nada… excepto la Santísima Virgen. Y Ella intervino. La aparición de Pontmain Pontmain, en la época, contaba con apenas 300 habitantes. Entre ellos estaba la familia Barbedette, que tenía dos niños: Eugenio, de 12 años de edad, y José, de 10 años. El día 17 de enero de aquel año, los dos niños, alrededor de las cinco de la tarde, fueron a ayudar a su padre en los trabajos propios de la granja. Era invierno y ya anochecía, cuando Eugenio, al salir de su casa, ve a unos seis metros de altura, bien nítidamente contra un cielo estrellado, a una Señora grande y bella que le sonríe. Vestía un traje azul centellante de estrellas, un velo le cubría el cabello y la mitad de la frente, y por encima un diadema de joyas.
Eugenio, maravillado, le preguntó a la empleada: “¿No ves nada?” — “Nada”, respondió. Su hermano menor, José, llegó en ese momento y también vio a Nuestra Señora. El padre se aproximó, miró y no percibió nada. Llamaron entonces a la madre, para ver si ella percibía alguna cosa especial; ella, no obstante, no vio nada. Pero, como mujer piadosa, dijo que se podría tratar de la Santísima Virgen, e hizo rezar a sus hijos. El padre, deseoso de examinar el hecho, mandó buscar a una monja de la localidad, Sor Vitalina. Ella acudió a la finca, pero tampoco vio nada. Esta religiosa, impresionada por la sinceridad de los dos inocentes niños, mandó buscar a tres alumnas de su escuela. Estas nada sabían de la aparición, pero, tan pronto llegaron, dos de ellas (Francisca Richer, de 11 años, y Juana Lebosé, de ocho) exclaman inmediatamente: “¡Oh! ¡Qué bella Dama! ¡Ella tiene un traje azul con estrellas de oro!” Curiosamente, la tercera niña no percibió nada. En ese momento, la noticia corrió por todo el poblado. En poco tiempo, 80 personas estaban allí reunidas. Otros dos niños ven a la Señora y la describen: Eugenio Friteau, de seis años, y Augusto Avice, de cinco. “Madre de la Esperanza” Sabiendo que, cuando Nuestra Señora se manifiesta, quiere dejar algún mensaje, el pueblo comenzó a rezar el rosario. Los niños van describiendo al pueblo lo que sucede entonces con Nuestra Señora. De repente, la imagen deja de sonreír y su rostro se entristece. La visión aumenta de tamaño y las estrellas del vestido se multiplican. Cuando el pueblo canta el Magnificat, una bandera se desprende de la imagen, y los videntes leen al pueblo las palabras escritas en ella: “Rezad, hijos míos”. Todos comienzan entonces a rezar las letanías. Surge una segunda frase escrita: “Dios os atenderá dentro de poco tiempo”. Cuando el pueblo cantó el himno Inviolata, apareció una tercera frase: “Mi Hijo se deja tocar”. En ese momento la Virgen sonríe nuevamente. Al mismo tiempo todos los niños se alegran, y esta alegría contagia a todos los presentes. Estos entienden que, en esa hora especialmente trágica para Francia, la Virgen vino en su socorro. Por eso, entonan un himno patriótico: “Madre de la Esperanza, Terminado el cántico, las inscripciones desaparecen. El párroco entona un himno de penitencia. Aparece entonces en las manos de Nuestra Señora una cruz roja, en la cual Nuestro Señor está clavado. La Santísima Virgen aparenta profunda tristeza. El pueblo comienza a cantar el himno Ave Maris Stella; aquella visión desaparece, y los videntes ven a Nuestra Señora tal como Ella está representada en la Medalla Milagrosa. Cuando finalmente las personas recitan la oración de la noche —tradicional oración para antes de acostarse— la Santísima Virgen desaparece. Son las nueve de la noche.
Francia está salvada Está históricamente probado que, a partir del momento en que Nuestra Señora apareció, el ejército alemán dejó de avanzar, por más que no había frente a él ningún batallón que lo pudiese detener. Al día siguiente de la aparición, las tropas alemanas comenzaron a retroceder. Once días después, se firma el armisticio entre los dos países y dos meses después se restablece la paz. Las autoridades eclesiásticas francesas ordenan una investigación sobre la aparición en el poblado de Pontmain, y un año después llegan a la conclusión que es verdaderamente digna de crédito. Así renació una devoción que estaba cayendo en el olvido. * * * ¿No será adecuada para América la devoción a Nuestra Señora de la Esperanza, especialmente cuando todo parece perdido? ¿Si la Virgen de la Esperanza miró maternalmente al Nuevo Continente desde su descubrimiento, no lo hará en nuestros días, particularmente en los momentos de aflicción? Bibliografía.- * Jean Ladame, Notre Dame de toute la France, Éditions Resiac, Montsurs, 1987.
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