Prodigiosa intercesora de las almas del purgatorio “La venerable Ana fue una religiosa a todas luces grande, una heroína en todos conceptos ilustre, gloria del Perú, orgullo santo de Arequipa, antorcha luminosa de la estirpe dominicana y una incomparable virgen que practicó con toda perfección los consejos evangélicos, y con su conducta reprobó los vanos pretextos y frívolas excusas de los pusilánimes, y su vida no fue mas que un argumento irrefragable que pulverizó los errores y preocupaciones de los incrédulos”.1 Pablo Luis Fandiño La admirable virgen dominica Ana de los Ángeles Monteagudo nació en la muy noble y muy leal y fidelísima ciudad de Arequipa el 26 de julio de 1602. Siendo la cuarta de los ocho hijos con que la divina Providencia bendijo el santo matrimonio de don Sebastián de Monteagudo, natural de Villanueva de la Jara (Cuenca, España), y doña Francisca Ruiz de León, arequipeña. Por el lado materno fueron sus abuelos don Juan Ruiz de León, corregidor de Arequipa y la princesa inca Ana Palla. Según la costumbre de la nobleza local, desde muy niña fue entregada por sus progenitores al cuidado de las religiosas del monasterio de Santa Catalina para su educación e instrucción. Tiempo después sus padres la retiraron del convento con la idea de casarla. Sin embargo, una aparición de santa Catalina de Sena a la joven Ana, en la que le mostró el hábito dominico, terminaron por disipar sus dudas con respecto a la vocación que Dios le tenía reservada. Una noche salió furtivamente de la casa paterna para dirigirse al monasterio. Desorientada, no sabiendo qué camino tomar, se encontró con un misterioso niño llamado Domingo que la condujo puntualmente a su destino. Como era de esperar, al día siguiente, su madre se presentó en el locutorio para convencer a su hija de volver a casa. Pero todos sus argumentos resultaron inútiles ante la firme determinación de Ana de abrazar la vida religiosa. Dios le encomienda una misión de particular relevancia Fue durante el noviciado que Ana adquirió una particular devoción a san Nicolás de Tolentino,2 a raíz de la lectura de algunos fragmentos de su vida en un viejo y deshojado libro, proponiéndose imitarlo en todas sus virtudes. Abstraída en tales consideraciones fue arrebatada en éxtasis al cielo donde contempló a la Santísima Virgen en un trono majestuoso. “De repente desapareció la agradable visión de la gloria, y se abrió ante sus ojos una morada de horror y de espanto”, era el purgatorio, donde las almas de los difuntos se purifican antes de gozar de la visión beatífica. Un ángel le presentó un acetre y puso en su mano un hisopo “manifestando con esto que Dios la elegía para que por su mano las almas lograsen su refrigerio”. Ante el clamor de las almas y la asistencia que le ofrece san Nicolás, Ana se convierte en redentora de sus penas. El melón y la calavera Extraordinariamente dulces y codiciados son los melones del valle de Ocoña. Cierta mañana el sacristán del monasterio encargó a sor Ana una diligencia, “y creyendo que el interés es el móvil del corazón humano”, le ofreció una recompensa. Atendido con prontitud, envolvió un sabroso melón con un lienzo que le proporcionó la religiosa y se lo entregó a través del torno. Contenta por tener algo con qué regalar a sus enfermas, la venerable Ana se dirigió a su celda a fin de iniciar el jugoso reparto. Pero al abrirlo: ¡oh sorpresa!, en lugar del esperado melón encontró una calavera. Lo cual la dejó sumergida en un mar de confusiones. Sin embargo, estas se disiparon tan pronto como el Señor le hizo saber “por una luz superior que aquella calavera era de un alma que necesitaba de sus sufragios en las penas del purgatorio”. De aquí partió el ardiente deseo que la acompañaría hasta el fin de sus días de aliviar a las afligidas almas del purgatorio. “Y desde entonces, por disposición de Dios, aquella calavera fue una compañera fiel de su bienhechora, obedeciendo puntualmente cuanto la mandaba”, como veremos más adelante. Sacristana del monasterio
Al asumir el oficio de sacristana la beata Ana repara en la carencia de una imagen representativa de la Santísima Virgen. El cielo movió entonces el corazón de un piadoso cura de la diócesis, el cual escribió a la madre priora ofreciéndole una efigie milagrosa que albergaba en su casa. Enterada de las dificultades para trasladar la imagen a la ciudad, sor Ana se encarga en silencio de todos los pormenores del largo y penoso viaje. Al arribar finalmente al monasterio, las religiosas lo celebran y entronizan a Nuestra Señora de los Remedios en su camerino en el altar mayor de la iglesia, “y desde entonces hasta nuestros días Arequipa experimenta su singular protección, siendo su amparo y el remedio de sus necesidades”. Protección que se manifestó a raíz de las copiosísimas lluvias que asolaron la ciudad en el verano de 1637. Maestra de novicias Otro oficio confiado a la sierva de Dios fue el de Maestra de novicias, que ilustró con su ejemplo y el esplendor de su virtud. Trataba a las novicias con gran caridad, pero quería que fuesen muy exactas en el cumplimiento de las reglas, observando fielmente cuanto ella les enseñaba; de modo que las novicias con gran placer y sin ninguna oposición practicaban lo que su maestra hacía y decía, de lo cual resultaban muy aventajadas en la práctica de las virtudes religiosas. La calavera y el gato Estando ocupada en asar una ave para una monja enferma, la llamaron con premura a la sacristía, dejando encargado el cuidado del ave a la calavera. Atraído un gato por el olor de la carne asada, pretendió saciar su hambre, empero la calavera se lo estorbaba. Tan violento fue su arrebato, que la calavera se vio obligada a utilizar un medio violento. Cuando el felino se abalanzó sobre su presa le saltaron los ojos. Al regresar la venerable Ana se compadeció del animal y le restituyó la vista, reprendiendo maternalmente a uno y a otro. Priora del monasterio
La sierva de Dios fue nombrada priora del monasterio el año 1648. En aquel momento le tocó asumir una tarea grave, seria y espinosa, porque en el monasterio se habían introducido abusos y desórdenes. Los cuales reclamaban la actuación de una mujer fuerte, que los reprimiera con prudencia y valor, a fin de restaurar el orden y la disciplina religiosa. Un día fue de celda en celda recogiendo toda la ropa profana y la arrojó a las llamas. Las descontentas buscaron pretextos para vengarse encerrando a la priora en su celda. Enterado de lo sucedido, el propio obispo Pedro de Ortega acudió a Santa Catalina para castigar a las monjas rebeldes, aunque no con tanto rigor como merecían, debido a las súplicas de la venerable Ana. El gato y la leche envenenada Tres de las monjas más atrevidas resolvieron quitarle la vida, ofreciéndole una leche envenenada. “Cuando iba a tomar la leche, corrió el gato a quien había restituido la vista, y con la mayor velocidad extendió la pata y volteó la taza y derramó la leche”. Lejos de desistir de sus perversos propósitos, las rebeldes aguardaron una nueva oportunidad. Esta vez sazonaron un apetitoso manjar, lo emponzoñaron y se lo brindaron. Ana convidó el bocado a otras monjas que la acompañaban, pero cuando ella fue a coger el plato algo se lo impedía. Esta circunstancia unida al mortal semblante de sus convidadas despertó la sospecha de la venerable madre. A toda prisa preparó como antídoto unos panecillos de san Nicolás por medio de los cuales libró de la muerte a las religiosas. Por tercera vez intentaron poner fin a su vida, ofreciéndole un guiso envenenado, pero Dios nuevamente la previno. Ana perdonó a las culpables y rogó al Señor por su conversión. Furia del demonio y castigo de las culpables Desagradado ante tanta virtud, el enemigo provocó un incendio en su celda. Ana acude presurosa y entre el humo y el olor a quemado, encuentra a su devota imagen de san Nicolás y a la calavera totalmente calcinadas. No obstante, la caja en la que guardaba el dinero para los sufragios de las almas fue preservada de la voracidad de las llamas. Una noche el demonio pretendió enterrarla viva, empujándola dentro de la zanja que había sido abierta para los cimientos de la nueva iglesia. A las tres de la madrugada la madre se elevó con vuelo ligero y salió a la superficie con apenas algunos rasguños. En otra ocasión vio un gigantesco bulto junto a las rejas del coro que distraía la oración en común. Descubriendo en aquella manifestación al espectro de la muerte, previno a las religiosas a bien morir. Entonces sobrevino una terrible epidemia que segó la vida de las monjas impenitentes. Don de profecía y de penetración de espíritus
En noviembre de 1660 se embarcó en Cádiz el obispo Juan de Almoguera para tomar posesión de la sede de Arequipa. Una horrible tempestad hizo naufragar la embarcación en que viajaba, por lo que la ciudad entera lamentaba su muerte. Todos, a excepción de la beata Ana, quien sostenía que el prelado se encontraba bueno y sano, que navegaba con felicidad y que gobernaría su diócesis pacíficamente por muchos años. Lo cual una vez más se cumplió al pie de la letra. Más adelante la venerable Ana vaticinó su elevación al arzobispado de Lima. Promoción que se consideraba imposible, debido a que la Inquisición había recogido un libro suyo equivocadamente calificado de ofensivo a sus majestades. Sin embargo, registrada la fecha del vaticinio, luego se comprobó que coincidía con la de la real cédula que lo creaba para tal cargo. A fines de 1674 el mercedario Juan de la Calle y Heredia fue promovido de la sede de Trujillo a la de Arequipa. En 1676, después de tomar posesión de su nueva diócesis, el prelado mandó aviso a las monjas de Santa Catalina del día y hora en que acudiría al monasterio. Contemplando los preparativos que realizaban las religiosas para la visita episcopal, la venerable Ana les dijo: “su señoría no ha de venir y será mucho mejor encomendar su alma a Dios”. La voz profética se divulgó por la ciudad, y aunque al obispo se le veía sano y bueno, el fatal anuncio se verificó al punto. El hermano Báez es confrontado con la beata Ana Enfermó el agustino fray Luis de Lagos, amigo y compañero entrañable del obispo Gaspar de Villarroel. Consultada la madre Ana a respecto de su salud, indicó que el fraile “no morirá de este arrebato, y se levantaría presto, pero que a pocos meses reincidiría y su recaída sería mortal”, pronóstico que se cumplió literalmente. Preocupado por el destino de su alma, el obispo recurrió a las oraciones del hermano Gonzalo Báez. El jesuita vio entonces al padre Lagos sumergido en un mar de penas y lo creyó eternamente perdido, opinión que no comparte la madre Ana. Afligido, el obispo se dirigió al colegio de la Compañía y condujo al venerable Báez al monasterio de Santa Catalina para confrontar a los dos venerables. “He visto —dijo Báez— el alma de este religioso sumergida en una oscura y negra llama que le abrasa, y por lo mismo que no tiene luz se conoce ser del infierno”. En su lugar, Ana argumentó que san Nicolás le había prometido que nunca le dejaría ver un alma condenada, por lo cual era de la opinión que se encontraba en el purgatorio. Preguntado el jesuita: si blasfemaba de Dios o se abandonaba a la desesperación, respondió que no. Entonces “convinieron mutuamente en que el alma del P. Luis de Lagos estaba sufriendo penas expiatorias”. Aliviado con este parecer, el prelado decidió una mañana ofrecer una misa pontifical en sufragio del alma de su amigo. De vuelta a su palacio recibió una nota de la madre Ana en que le agradecía la misa aplicada al P. Lagos con la cual “ha salido ya de sus penas, pues al tiempo que elevó la sagrada hostia, pasó al cielo”. Las ánimas benditas, el obispo y la fiesta de san Nicolás En una ocasión, acongojada por no tener con qué celebrar la fiesta de san Nicolás, sor Ana recurrió como en tantas otras necesidades a las almas del purgatorio. Estas se dirigieron de inmediato al palacio del obispo Villarroel, que en aquel instante “estaba rezando el oficio divino, y sintió que le quitaban el breviario de las manos; sobresaltado de la novedad, volvió los ojos a todas partes para ver quién era el que le quitaba el breviario, y no vio a nadie”. Llamó a la servidumbre y preguntó si alguien había entrado en el recinto y le contestaron que no. Volvió a tomar el breviario y le vino a la memoria la madre Monteagudo, razón por la cual, terminada la lectura fue a pedirle explicaciones. La religiosa le expuso al prelado, que se había lamentado con las almas no disponer ni de un peso para el decoro de la fiesta de san Nicolás. Entonces el señor obispo pidió a la religiosa “que dijese a la almas que usasen de mejor estilo para pedir”; y así se comprometió a costear con todos los gastos necesarios. Personajes ilustres imploran su intercesión
En la víspera de la vigilia de la Purísima Concepción de María del año 1672, se le apareció a Ana el alma de don Pedro Antonio Fernández de Castro, XIX virrey del Perú… “Yo soy —dijo— el alma del conde de Lemos, que en Lima acabo de dar el último aliento de mi vida, y vengo a buscar alivio a mis penas, pues examinada mi causa en el recto tribunal de Dios, hubiera salido sentenciado a muerte eterna, a no haber intercedido por mí la Reina del Cielo por la tierna devoción que siempre tuve al misterio de su Inmaculada Concepción”. Terminada la visión, “las monjas observaron en el semblante demudado de Ana, que había algún acontecimiento misterioso”, que ella les refirió. Anotaron el día y la hora a la espera de las noticias de Lima, que confirmaron la muerte del virrey, acaecida el 6 de diciembre de aquel año. Este no fue el único caso de un personaje ilustre que recurría a su intercesión. En otra ocasión entró en su celda un numeroso escuadrón de almas. La venerable observó que una de ellas empuñaba un cetro y preguntó quién era. Y respondieron que era el alma de Felipe IV, rey de España, que acababa de morir. Numerosos fueron los clérigos que recurrieron a su patrocinio y hasta se le apareció un alma con una tiara en la cabeza. Singular fue el caso del alma del príncipe Baltasar Carlos, con cuya prematura muerte se extinguió en la práctica la Casa de los Austrias en España, que se le presentó en dos ocasiones, la segunda radiante y feliz gracias a sus buenos oficios. Últimos padecimientos y santa muerte Con el paso del tiempo la venerable Ana perdió la vista corporal, mal que la acompañó durante los últimos diez años de su existencia. No obstante, Dios la recompensó con la vista espiritual, con la cual distinguía objetos y personas, y penetraba en el interior de los corazones. Como no soltaba el rosario de sus manos, el demonio la asaltó quitándoselo, pero Dios permitió que una de sus almas se lo repusiera para consuelo de su bienhechora. Su amor por los indígenas, cuya sangre corría también por sus venas, se hizo palpable en el último pedido que formuló a la religiosa que la atendía: “que sacase luego un peso del depósito y mandase decir una misa por el alma de una pobre india que lo necesitaba mucho”. El día 10 de enero de 1686, “pasó Ana de esta vida a la eterna a los ochenta y cuatro años de edad, después de haber edificado al mundo con su heroica penitencia, con su fervorosa oración y su admirable abstinencia. Nos dejó un perfecto modelo de sufrimiento en las enfermedades, de paciencia en los trabajos, y de resignación y constancia en las persecuciones”. Fue beatificada por S.S. Juan Pablo II el 2 de febrero de 1985 en Arequipa. Sus devotos aguardamos con fe y esperanza el día de su plena glorificación.
Notas.- 1. Elías C. Passarell OFM, Vida de la V.M. Sor Ana de los Ángeles Monteagudo, que floreció en el monasterio de Santa Catalina de la ciudad de Arequipa, Imprenta de la Librería Religiosa, Barcelona, 1879, p. IX. Todas las citas del presente artículo fueron extraídas de la citada obra, cuya lectura recomendamos. 2. Santo agustino, protector de las almas del purgatorio, vivió en la península itálica entre 1245 y 1305. Ver Plinio María Solimeo, San Nicolás de Tolentino in “Tesoros de la Fe”, nº 225, setiembre de 2020.
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