Santo Patrono de Lecce Como abogado ocupó varios cargos de responsabilidad, sin embargo, abandonó la profesión para hacerse jesuita, dedicando la mayor parte de su vida a cumplir con la tarea de párroco Plinio María Solimeo San Bernardino Realino nació el 1 de diciembre de 1530 en la isla de Capri, perteneciente al ducado de Módena (Italia), del noble linaje de los Realino. Su primera educación estuvo a cargo de su madre, Isabel Bellantini, que contrataba a maestros para que acudieran a su casa. En cambio su padre, Francisco Realino, caballerizo mayor de varias cortes italianas, se veía obligado a ausentarse del hogar con frecuencia. Sin embargo, muy pronto Dios vino a pedirle al niño el sacrificio de la ausencia de esa madre que le era tan necesaria. Bernardino terminó sus estudios clásicos a los doce años de edad en la Academia de Módena —entonces uno de los centros culturales más ilustres de Italia— dedicándose a la literatura. Seis años después, en 1448, comenzó a estudiar filosofía y medicina en Bolonia. A mitad de curso, para complacer el deseo de Clorinda, la joven con la que pretendía casarse, pasó a estudiar leyes. Se doctoró en derecho civil y canónico en 1556, a la edad de 26 años. Su padre fue uno de los colaboradores del cardenal Cristoforo Madruzzo (1512-1578). Mientras ejercía como gobernador de Milán en nombre del rey Felipe II de España, el cardenal tomó al joven abogado bajo su protección, y así Realino se incorporó al ámbito de la administración pública. Cabe destacar en la vida de este ilustre eclesiástico que, siendo aún joven, había sido nombrado príncipe-obispo del Principado Episcopal de Trento, y posteriormente elevado al cardenalato. Gobernó su estado durante casi treinta años, durante los cuales organizó el Concilio de Trento, en cuyos debates participó activamente, y fue uno de los defensores del catolicismo frente al naciente protestantismo. Alcalde y juez a la edad de 26 años Al comienzo de su vida pública, Bernardino ocupó los cargos de alcalde y juez en Felizzano Monferrato. Al final de su mandato, el pueblo, satisfecho con su honestidad y responsabilidad, pidió que lo mantuvieran en el cargo. Luego fue sucesivamente abogado fiscal (una especie de procurador general) en Alessandria, en el Piamonte, administrador en Cassino y pretor en Castel Leone. Al trasladarse a Nápoles, se convirtió en superintendente de los campos del marqués Francesco Ferdinando de Ávalos (1530-1571), cuyo padre, el príncipe Alfonso III de Ávalos y de Aquino (1502-1546), fue confidente del rey Felipe II de España y su representante en el Concilio de Trento.
Bernardino habría llegado mucho más lejos en la vida pública si la gracia de Dios no hubiera germinado poco a poco en su alma, infundiéndole el deseo de entregarse enteramente a Él. A ello contribuyó en gran medida la edificante muerte de Clorinda en 1551 y el hecho de que ella le mostrara nuevos caminos desde el Cielo, como él mismo lo declaró. Mientras se decidía sobre el futuro, a pesar de su exitosa carrera no descuidó la vida espiritual, como vemos en una carta que escribió a un hermano suyo a los 32 años de edad: “No deseo los honores de este mundo, sino únicamente la gloria de Dios y la salvación de mi alma”. Se consideraba un instrumento de la Divina Providencia y su única preocupación era repartir su salario entre los pobres. Miembro de la Compañía de Jesús Un día, mientras caminaba por las calles de Nápoles, todavía indeciso sobre el camino a seguir, se encontró con dos novicios cuya modestia, compostura y santa alegría le impresionaron vivamente. Preguntó quiénes eran y se enteró de que pertenecían a la Compañía de Jesús, que Ignacio de Loyola acababa de fundar. El domingo siguiente asistió a misa en la iglesia de estos religiosos. Quedó tan impresionado por el sermón que le pidió al predicador que le oyera en confesión general. El jesuita le recomendó hacer los ejercicios espirituales a fin de conocer mejor la voluntad de Dios. De este retiro salió decidido a ingresar en una orden religiosa. ¿Pero cuál? El pensamiento de su viejo padre, quien tal vez aún lo necesitaba, todavía lo retenía. Pero en setiembre de 1564, mientras rezaba el rosario ante un altar de Nuestra Señora, la Madre de Dios se le apareció entre esplendores y le recomendó que entrara en la Compañía de Jesús. Bernardino lo hizo al mes siguiente, siendo recibido por el provincial de Nápoles, el padre Alfonso Salmerón, uno de los principales compañeros de san Ignacio. Por humildad, quiso ser recibido como un simple hermano lego. Pero san Francisco de Borja, tercer superior general de los jesuitas, le ordenó que recibiera el sacerdocio, lo que concretó en 1567, y lo nombró maestro de novicios, a pesar de que aún cursaba los estudios de filosofía. Su prudencia y su profundo sentido común suplían la falta de formación para el cargo. Hizo la profesión solemne en 1570, y se dedicó al apostolado en Nápoles; primero en una congregación de nobles, luego con muchachos de la calle, enseñando el catecismo en hospitales, cárceles y galeras.
Apóstol de Lecce En 1574 los superiores lo enviaron a Lecce, en Apulia, en la costa del Adriático, para estudiar la posibilidad de establecer allí una casa y un colegio jesuita. El pueblo lo acogió calurosamente y apoyó sus propósitos. Esta ciudad, con más de dos mil años de antigüedad y situada casi en el talón de la “bota italiana”, fue fundada por los mesapios, habiendo formado parte a lo largo de los años de los imperios romano, bizantino, normando y español. Es conocida como la Florencia del Sur, por la riqueza del estilo barroco en todo el centro histórico, destacando la Chiesa di Santa Croce (Iglesia de la Santa Cruz) y la Piazza del Duomo (Plaza de la Catedral). También cuenta con importantes ruinas de la Roma Imperial, como un anfiteatro del siglo II d.C. San Bernardino permaneció en Lecce durante 42 años, dedicándose con prodigioso dinamismo a la predicación, al confesionario, la dirección espiritual del clero, la asistencia a los enfermos y presos, además del dictado de charlas en conventos y monasterios. Con una paciencia incansable atendía a ricos y pobres, cultos e ignorantes, ocupándose de sus miserias y necesidades, a tal punto de que se le atribuyen algunos milagros obrados en vida. Varias veces recibió la orden de trasladarse a Nápoles o a Roma, pero siempre que se disponía a viajar, misteriosos acontecimientos se lo impedían, como una fiebre repentina que requería reposo absoluto y el clima suave de la ciudad. Sus superiores decidieron entonces dejarlo en Lecce. Fama que dio la vuelta al mundo Entre las obras de apostolado del santo, tal vez su predilecta haya sido la fundación de varias Congregaciones Marianas, tanto para eclesiásticos como para nobles, comerciantes, artesanos y estudiantes. En 1583 decidió establecer un sodalicio para fomentar las virtudes sacerdotales y el estudio de la teología moral entre el clero, con el fin de que los sacerdotes fueran mejores confesores.
Poseedor de los dones de sanación y de consejo, era muy solicitado como confesor. Permaneció en Lecce hasta su última enfermedad, entregándose generosamente a todos los que buscaban su consejo. Ante su confesionario se formaron largas filas, tanto de gente sencilla como de sacerdotes, e incluso de nobles. Su fama era tan grande que obispos, príncipes y caballeros acudían a esa ciudad “para ver al santo”. El papa Paulo V, el emperador Rodolfo II, el rey Enrique IV de Francia, los duques de Baviera, Mantua, Parma y Módena le escribieron pidiendo oraciones. San Roberto Belarmino no conocía a Bernardino, pero cuando lo encontró se arrodilló ante él. En seguida los dos se abrazaron, comprendiendo cada uno la santidad del otro. Aceptó en vida ser nombrado patrono de la ciudad Una grave caída sufrida en 1610 le dejó dos heridas en las piernas, que nunca cicatrizaron. Poco antes de su muerte, se recogió sangre de una de estas heridas y se colocó en una ampolla. Tras su muerte, la sangre se licuó, y permaneció licuada hasta mediados del siglo XIX, según los registros. La noticia del deterioro de su salud, en junio de 1616, se extendió rápidamente. El pueblo se alarmó y se reunió una multitud frente al colegio de los jesuitas, todos querían besar las manos del moribundo y tocar objetos religiosos en su cuerpo. Los magistrados de Lecce fueron a visitarlo en dos ocasiones para proponerle, de manera oficial, que aceptara ser el patrono de la ciudad en el Cielo. Ya no podía hablar, pero asintió con la cabeza para seguir protegiendo al pueblo de Lecce de generación en generación. Con los ojos fijos en el crucifijo y mascullando “Gesù. Oh! Madonna mia santissima”, entregó su santa alma al Creador, a la edad de 86 años. Cuando san Roberto Belarmino se enteró de su muerte, dijo: “Nunca escuché una queja sobre el padre Realino, no obstante haber sido su provincial; incluso los que estaban indispuestos con la Compañía [de Jesús] y que aprovechaban cada oportunidad para hablar desfavorablemente de ella, siempre hicieron la excepción de Realino. […] Todo el mundo sabe que es un santo”. El padre Bernardino Realino fue beatificado por León XIII en 1895 y canonizado por Pío XII en 1947 junto con el padre Juan de Brito. El 5 de diciembre de aquel mismo año, el Santo Padre confirmó el deseo de los habitantes de la ciudad, proclamándolo Santo Patrono de Lecce. Sus restos mortales descansan en la Iglesia del Gesù de Lecce.
Fuentes consultadas.- http://www.santiebeati.it/dettaglio/60400.
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