La autoridad política pretende a la fuerza A continuación transcribimos el capítulo XI del libro “Nuestra Señora de Fátima”,1 donde se narra por qué el día 13 de agosto de 1917, en que debía darse la cuarta aparición, los tres videntes no pudieron comparecer a Cova da Iría. Horas antes habían sido raptados, conducidos contra su voluntad a Ourem e incomunicados. William Thomas Walsh
Si tía Olimpia tenía motivos para llorar, el administrador de Ourem 2 se encontraba, en cambio, complacido sumamente con el éxito de su atrevido plan para secuestrar a los niños. Le proporcionaba cierto placer burlón el imaginarse a toda la multitud creyente y necia esperando en Cova da Iría una exhibición en la que los principales actores no aparecían. Y ¡qué burla para el párroco! ¡Ahora sus feligreses creerían que estaba en combinación con las fuerzas del progreso y la ilustración! No sería él nunca capaz de explicar lo sucedido. Pero lo mejor de todo era que Santos tenía a los tres perturbadores de la paz encerrados en una habitación de su casa, y antes de soltarlos iban a decirle el secreto y revelar quién o qué había en el fondo de toda aquella representación ridícula de medievalismo. Les dejaría solos durante un rato para hacer que el terror hiciese su efecto. No estaba equivocado en su suposición de que los niños se asustarían. Cuando los relojes de Ourem comenzaron uno tras otro a dar las doce con campanadas largas y solemnes, cambiaron miradas de amarga consternación. Era el momento en el que se habían comprometido encontrar a la Señora en Cova da Iría. Francisco fue el primero en reflexionar: “¡Quizá Nuestra Señora se nos va a aparecer aquí!”, dijo esperanzado. ¡Quizá! Esperaron por alguna señal, un destello de luz, un movimiento, una voz celestial. Pero nada ocurrió. Pasó la hora del mediodía y no oyeron su palabra. Jacinta comenzó a llorar. Francisco dijo, casi lloroso también: —Nuestra Señora debe de estar triste porque no fuimos a Cova da Iría, y no se nos volverá a aparecer más. Miró en actitud suplicante a Lucía. —¿Lo hará? —No lo sé. La niña mayor estaba de nuevo sosegada. —Pienso que lo hará. —¡Oh, necesito tanto verla! Después, por lo que recuerda Lucía, se encontró muy animado, hecho un hombrecito, que cuidaba de su hermana y su prima. Fue Jacinta la que estalló en lágrimas cuando desapareció la última esperanza de una visita de Nuestra Señora. —¡Nuestros padres no nos volverán a ver nunca! —se lamentó—. ¡Nunca más oirán hablar de nosotros! —No llores Jacinta —dijo su hermano—. Ofrezcamos esto a Jesús por los pobres pecadores, como nos dijo aquella Señora que hiciéramos. Y elevando sus ojos al cielo, hizo su ofrecimiento: —¡Jesús mío, es por tu amor y por la conversión de los pecadores! —¡Y por el Santo Padre también! —gimió Jacinta enjugando sus lágrimas—. Y en reparación por los pecados contra el Inmaculado Corazón de María —añadió casi sofocada. Después de esto, el semblante de la niña se serenó hasta el anochecer, en que la oscuridad le hizo pensar en su madre. A la mañana siguiente, a las diez, vino el administrador para conducirles al Ayuntamiento, donde les sometió a un interrogatorio largo y cansado. El resultado fue el mismo que en ocasiones anteriores: insistieron en que habían visto a una hermosa Señora, toda hecha de un resplandor blanco, y que ella les había dicho un secreto. Y ellos rehusaron decir este secreto, aun cuando les amenazó con meterlos en prisión por toda la vida, con el tormento y la muerte. Por la tarde estaban tan agotados, que fue para ellos un alivio el volver a la casa del administrador, especialmente cuando descubrieron que la señora de Santos había preparado para ellos una buena merienda, pues la mujer del administrador, como la de Pilatos, era más compasiva y poseía más discernimiento, y parece que trató a los inocentes prisioneros con amabilidad casi maternal. Su marido, por otro lado, estaba resuelto a no dejarles ir sin obtener alguna especie de confesión que pusiese fin a la desafortunada epidemia de misticismo que habían aportado al distrito. Les dijo en serio que ya que el buen trato y la tolerancia no habían hecho efecto alguno, les iba a meter en la cárcel. Y procedió a cumplir su amenaza. La cárcel de la población no era lugar muy alegre ni atractivo. Sus celdas eran oscuras, llenas de rancios olores desagradables y de ecos discordantes, y estaban aisladas con barrotes de hierro del mundo de las personas libres. La mayoría de los malhechores, probablemente rateros, carteristas, borrachos, camorristas, gentuza de tabernas y mercados, estaban encerrados juntos en una habitación común. Sin ceremonia alguna los tres niños fueron arrojados en medio de ellos. Los pequeñuelos retrocedieron y se dirigieron instintivamente hacia una ventana con barrotes en un extremo de la habitación. Jacinta vio desde ella la plaza del mercado de Ourem y se echó a llorar. Lucía la rodeó con sus brazos. —¿Por qué lloras, Jacinta? —Porque vamos a morir sin volver a ver más a nuestros padres. ¡Quiero ver a mi madre! Francisco dijo: —Si no vemos a nuestra madre de nuevo, ¡paciencia! Debemos ofrecerlo por la conversión de los pecadores. Lo peor será si Nuestra Señora no vuelve nunca más. Esto es lo que me preocupa. Pero vamos también a ofrecer esto por la conversión de los pecadores.
A pesar de esta alentadora decisión, el niño era atormentado de vez en cuando por el temor de que la Señora nunca pudiese volver, y había que tranquilizarle. Todo lo que Lucía ha dejado escrito sobre los prisioneros es que había varios, y que uno de ellos era un ladrón, propiamente una especie de buen ladrón a su manera. Deja a nuestro arbitrio el imaginar los otros: quizá alguno de aquellos mendigos, tan numerosos y corrientes en Portugal, envueltos en harapos sucios llenos de pulgas y oliendo al terreno rojizo sobre el que con tanta frecuencia duermen; quizá un ebrio con el tufillo de vino barato; quizá un alcahuete, un ratero, hasta un asesino, hombres perdidos y olvidados, de rostros hinchados y sin afeitar, bocas insolentes, ojos sensuales o taimados, expresiones y movimientos de hastío; la chusma y la hez de la Serra, el deshecho de Portugal y del mundo. Me hubiera gustado que se me hubiese ocurrido preguntar a la hermana María Lucía de los Dolores respecto a la catadura de estos pobres individuos. El contraste que ofrecían con los tres inocentes, con su ojos puros y espirituales, debió de ser algo más que accidental. Debió de haber algo concordante e inevitable en ello, como los publicanos y borrachines que caminaban con Cristo o los dos ladrones con quien Él murió. La mera vista de esta terrible compañía era tal, que siempre que las dos niñas se daban cuenta de ella comenzaban a llorar de nuevo. —¡Quiero ver a mi madre! —gemía Jacinta—. ¡Necesito a mi madre! Francisco la apaciguó, como antes, preguntándole: —Entonces ¿no quieres ofrecer este sacrificio por la conversión de los pecadores, por el Santo Padre y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María? —Sí quiero, sí quiero. El niño se arrodilló en el suelo, y como las niñas siguiesen su ejemplo, repitió su ofrecimiento: —¡Oh, Jesús mío, es por tu amor, por la conversión de los pecadores, por el Santo Padre y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María! Escenas y frases tan poco corrientes en aquel lugar no podían por menos de atraer la atención de los otros presos, y estos comenzaron uno tras otro a reunirse alrededor del grupo arrodillado. Después hicieron preguntas que delataban buen humor y simpatía, y al enterarse de quiénes eran los niños y por qué estaban allí, les dedicaron algunas palabras de consuelo y les aconsejaron. —La manera más fácil de salir —dijo uno— sería decir al administrador el secreto, ya que tanto empeño tiene en saberlo. —¡Pero la Señora no quiere que lo contemos! —¿Qué os importa el que ello le agrade o no a esa Señora? —¡Antes moriría! —respondió Jacinta rápidamente, y los otros dos fueron de la misma opinión. —Recemos el rosario. Los tres sacaron sus rosarios. Jacinta se quitó del cuello una cadena con una medalla con la imagen de Nuestra Señora. Entregándosela a un preso de elevada estatura, le preguntó si le haría el favor de colgarla en un clavo alto sobre la pared. Lo hizo de buen grado. Todos los hombres observaron con curiosidad y cierto regocijo cómo los tres se arrodillaban en el suelo, y dirigiendo sus oscuros ojos a la medalla comenzaban a rezar el rosario.
—Creo en Dios… Padre Nuestro, que estás en los cielos… Dios te salve María, llena eres de gracia… La vista de los rostros vueltos hacia lo alto y el sonido de sus agudas voces repitiendo las palabras tan familiares en Portugal era más de lo que podían resistir réprobos empedernidos, y algunos de los hombres se arrodillaron, asociándose a las respuestas, mientras que aun aquellos que permanecían de pie musitaban frases que no habían dicho hacía muchos años. Francisco se calló un momento y dijo: —Cuando las personas rezan, no deben tener puesto el sombrero. Un pobre desgraciado arrojó su gorro al suelo; el niño lo recogió, lo puso en un banco y prosiguió su rezo. ¡Qué de recuerdos de la niñez, de mujeres buenas medio olvidadas, de esperanzas fallidas y sueños no realizados debieron de desfilar por alguna de aquellas inclinadas cabezas en aquella tarde de agosto! Al final reinó un momento de pavoroso silencio. Jacinta se dirigió a la ventana enrejada y miró hacia fuera. Estaba llorando nuevamente. —¡Jacinta! —dijo Lucía siguiéndola—. ¿No quieres ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor? —Sí; pero cuando me acuerdo de mi madre, no puedo dejar de llorar. Esto mortificó a los presos. Todos se habían prendado de Jacinta. Uno de ellos se acordó de una armónica que tenía oculta sobre sí. Sacándola y haciéndole, indudablemente, las caricias preliminares con las que los tocadores de armónica calientan sus instrumentos, frunció sus labios y tocó lo mejor que pudo. Otros comenzaron a cantar. Pronto se sintieron todos muy contentos, porque la música suele desterrar las penas. Los ojos de Jacinta estaban ahora secos, y hasta se alegraron un poco, demostrando interés cuando uno de los prisioneros preguntó si ellos sabían bailar. —Sabemos bailar el fandango. —¡Y la vira también! Lucía escribió que “Jacinta fue entonces la pareja de un pobre ladrón que, viéndola tan pequeña, terminó por bailar con ella en brazos”.3 Pronto todos se encontraron en pleno movimiento bullicioso. La habitación temblaba con el arrastre y choque contra el suelo de las botas con clavos, el canto bronco de voces desentonadas y los lamentos jadeantes de la armónica. Esta escena grotesca fue interrumpida por un ruido procedente del exterior y la rápida apertura de una puerta. Entró un policía. —Seguidme —dijo a los tres niños. Así lo hicieron, y se encontraron a poco en el despacho del señor administrador. Santos realizó un último esfuerzo para que le revelasen el secreto. Al ver que la única respuesta era un silencio retador, pareció llegar al límite de su paciencia y dijo con frialdad: —Muy bien. He intentado salvaros. Pero como no queréis obedecer a la autoridad, seréis achicharrados vivos en una caldera de aceite hirviendo. Dio entonces una voz de mando. Se abrió una puerta, por la que apareció un guardia con una cara increíblemente fea, que miraba de través; debía haber sido escogido para el papel que iba a desempeñar. Después se desarrolló una conversación por el siguiente estilo: —¿Está el aceite caliente y a punto? —Sí, señor administrador. —¿Hirviendo? —Sí, señor. —Vamos. Coge a esta y arrójala dentro. Y señaló a Jacinta. El guardia cogió a la niña y la llevó afuera antes de que pudiese decir palabra alguna de despedida. ¡Así, pues, el asunto tocaba a su fin! Lucía comenzó a rezar con fervor. Francisco rezó un Avemaría para que su hermana tuviese el valor de morir antes que revelar el secreto. Ninguno de los dos dudaba que ella se encontraba ya agonizando y que a ellos también solo les quedaban pocos minutos de vida. Estaban resueltos a morir con ella. La muerte no era tan terrible para ellos como hubiera sido para otros niños. —¿Qué nos importa que nos maten? —susurró Francisco—. Nos iremos derechos al cielo. La puerta se abrió y volvió el guardia feo. —Ella ya está frita —dijo con aparente satisfacción—. ¡Ahora le toca al siguiente!
Diciendo esto, se apoderó de Francisco y lo arrastró fuera. Lucía se quedó sola con el administrador. —La próxima vez te corresponde a ti —observó—. Harías mejor en decirme el secreto, Lucía. —Antes moriré. —Muy bien. Morirás. El guardia retornó y la llevó fuera. La condujo por un corredor al interior de otra habitación. Y allí vio a Jacinta y Francisco, los dos indemnes y sin poder hablar de alegría y sorpresa, pues les habían dicho que ella estaba friéndose en aceite. La función había terminado, la tragedia había degenerado en farsa. A Santos le repugnaba admitir, aun entonces, que tres niños habían frustrado su propósito. Los mantuvo en su casa aquella noche, en la misma habitación de antes. A la mañana siguiente los llevó al Ayuntamiento para una indagación más. Cuando esta fracasó, se convenció de la inutilidad de insistir nuevamente, y ordenó que los enviasen a Fátima. Era miércoles, 15 de agosto de 1917, fiesta de la Asunción de Nuestra Señora. * * * En cuanto les fue posible, Lucía y sus primos, seguidos de unos cuantos curiosos, fueron al escenario de las apariciones, a unos tres kilómetros de distancia (e hicieron esto, según recuerda tío Marto, antes de ir a casa), para rezar el rosario ante el arbolito. ¡Pobre carrasca! Solo le habían dejado pocas hojas, pues la gente se había ido llevando las de la parte superior y hasta algunas ramas, como reliquias y recuerdos. Cerca de ella estaba la mesa, con dos candelabros y algunas pocas flores que María Carreira había colocado allí el 13 de agosto. La buena mujer de Moita había pensado poco en la responsabilidad que se echaba sobre sí. Muchas monedas pequeñas habían sido arrojadas sobre la mesa; pero cuando esta fue derribada durante el tumulto originado al descubrirse el secuestro, se esparcieron por el suelo. Algunas personas se lo advirtieron: “¡Mujer, coge ese dinero! ¡Ten cuidado de él! ¡Procura no perderlo!”. Todo el mundo dio por hecho que era la guardiana oficial de aquel lugar santo. Así, agachándose María, recogió todas las monedas que pudo encontrar, y una vez que las reunió sobre la mesa, contó hasta 1.340 réis [reales].4 El martes 14, María Carreira metió este tesoro en una bolsa y lo llevó a casa de tío Marto. Este rehusó aceptarlo, diciendo sarcásticamente: —No me tientes, mujer, pues ya me dan tentaciones. Después se lo ofreció a Lucía. Y ella recuerda que la niña dijo: —¡Dios me libre! ¡Yo tampoco lo quiero! Aquella alma bendita llevó entonces el dinero al párroco de Fátima. El padre Ferreira estaba por entonces muy apesadumbrado por todo el asunto de Cova da Iría, que de tal manera había perturbado su tranquilidad y la de su parroquia, y retrocedió, como si el dinero fuese maldito. “Y entonces yo también entré en aprensión —recuerda María con gran dignidad—, y dije: ¡Bien, yo tampoco lo quiero y lo voy a volver a dejar donde lo encontré!”. El párroco alzó su mano en señal de protesta. —¡No hagas eso, mujer! Consérvalo o entrégalo a alguien que lo guarde hasta que veamos qué hay que hacer con él.
María Carreira llevó el dinero a su casa y lo escondió. Sin embargo, no encontró la tranquilidad con guardarlo. Todo el mundo quería saber lo que pensaba hacer con él. Si una de sus hijas aparecía con un par de zapatos nuevos, veía cejas arqueadas. Un día, un comité de cuatro hombres, nombrado por ellos mismos, acudió a su domicilio para pedir el tesoro escondido, con el pretexto de que iban a construir una capilla en el sitio de las apariciones. —¡No tendréis un solo real! —exclamó María. Después temió haberse equivocado. Quizá Nuestra Señora quería que estos hombres levantasen una capilla. Corrió a Fátima para ofrecer de nuevo el dinero al párroco. No, no lo aceptaría en modo alguno. Finalmente, recordó que el propietario del terreno sobre el que había sido arrojado el dinero era el padre de Lucía. Si alguien tenía algo que decir sobre el destino del dinero era él, y su consentimiento sería necesario si alguna vez había de edificarse allí una capilla. Temía a Antonio dos Santos. La gente le había repetido lo que él había dicho de ella: “¡Si encuentro a esa mujer de Moita en la Cova, va a haber que hablar!”, y alguien le había advertido que le evitase. Quizá la mejor ocasión para hablar con él sería después de misa. El 19 de agosto, el domingo después de la detención de los niños, se armó de valor y marchó, no sin algunos escrúpulos de conciencia, a su casa en Aljustrel. Y, efectivamente, le encontró. —Me han contado que el señor Antonio está muy ofendido —comenzó ella— porque fui a su tierra, en Cova da Iría, por flores. Y me gustaría pedir su permiso para continuar yendo allí. —Toma tantas flores como necesites —replicó él con cordialidad inesperada—. Lo que no consentiré es la construcción de un tabernáculo en mi propiedad. Algunas personas me lo han preguntado ya, pero no lo permitiré. María le dio las gracias y se despidió. Pensó que era mejor no mencionar el dinero. Pero se le ocurrió otra idea. Buscó a Lucía y le rogó preguntase a Nuestra Señora, la próxima vez que la viese, qué había que hacer con el tesoro. La niña le respondió que lo haría el 13 de setiembre. Aquel mismo domingo, por la mañana (19 de agosto), Lucía, Francisco y su hermano Juan llevaron sus ovejas a pastar en la Serra. Ella estaba de buen humor. Era agradable verse libre en un día claro y templado, como aquellos pájaros que cruzaban veloces bajo el azul intenso, o las blancas mariposas que revoloteaban más lentamente, o hasta las chicharras que cantaban un poco cansadas en los árboles. Así, los tres corretearon, jugaron, charlaron y rezaron sus oraciones, hasta que, a eso de las cuatro de la tarde, llegaron a una cañada denominada Valinhos, en la ladera norte del Cabeço y a mitad del camino entre la cueva y Aljustrel. El estrecho camino de vehículos tuerce de pronto allí bajo algunos olivos grandes, y la antigua tapia de piedra está caída de un lado, dejando una entrada a un terreno de pasto rocoso y árido. Más allá de este hay varios olivos y algunos pinos oscuros de escasa altura y carrascas. De pronto, Lucía se percató de algún cambio sutil en la atmósfera. No era una tormenta en formación, sino más bien algo semejante a la sensación misteriosa que siempre había experimentado antes de cualquier visita sobrenatural. Miró a Francisco y comprendió que estaba en lo cierto. Sí, la Señora venía. Y Jacinta no se encontraba allí.
Rogaron a Juan que corriese en su busca mientras ellos cuidaban de las ovejas. Cuando le ofrecieron dos reales, accedió por fin y marchó hacia Aljustrel. Sus ojos le siguieron con ansiedad. Pocos minutos más tarde hubo un relámpago de luz exactamente igual a los que habían anunciado siempre la aparición de la Señora. Vieron venir a Jacinta corriendo, sin respirar. A poco estaba junto a ellos jadeante y haciéndoles preguntas. Los olivos tenían una débil tonalidad plateada a la luz sesgada de la tarde. Aquel sitio podía compararse a un rincón de aquella otra comarca ondulada de Judea donde María acudió de prisa al encuentro de su prima. Pero mucho más brillante que el resplandor de los olivos fue el brillo que surgió entonces en la rotura de la tapia, precisamente sobre una pequeña carrasca muy parecida a la de Cova da Iría. Y allí, en medio del resplandor sobrenatural, estaba la adorable figura familiar mirando tiernamente a los jóvenes apóstoles que tanto habían sufrido por su amor. —“¿Qué quiere usted de mí?” —preguntó Lucía casi mecánicamente. —“Quiero que continúes yendo a Cova da Iría el día trece, y que sigáis rezando el rosario todos los días. El último mes haré el milagro para que todos crean”. Lucía se acordó de la promesa que había dicho María Carreira. —“¿Qué desea que hagamos con el dinero que deja la gente en la Cova da Iría? —“Que hagan dos andas. Una la llevas tú con Jacinta y otras dos niñas vestidas de blanco, y las otros que las lleve Francisco y otros tres niños. Las andas son para la fiesta del Rosario. El dinero que sobre, es para ayuda de una capilla que mandarán hacer. —“Quería pedirle la curación de algunos enfermos. —“Sí; algunos curaré durante el año”. La Virgen hizo una pausa, y luego continuó muy seria: —“Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno por no hacer quien se sacrifique y pida por ellas”.5 Con esto retrocedió hacia el Este y desapareció. Los niños permanecieron largo rato en un estado de alegría exaltada, alegría doblemente saboreada después de tantas desilusiones y molestias. Era el noveno día desde que Lucía había sido llevada a Ourem por su padre para la primera conversación con el administrador. ¡Qué novenario! Había transcurrido de prueba en prueba, hasta que el resultado parecía casi desesperado; sin embargo, terminaba glorificada y dando acción de gracias. Cuando, finalmente, se encontraron capacitados para moverse, cortaron las ramas de la carrasca sobre la que se había posado la Señora y las llevaron a casa. Tío Marto aún recuerda una fragancia que solo cabía denominar magnífica. Aun María Rosa tuvo que admitir que había un olor especialmente agradable que nunca ella había notado. A todas luces se iba ablandando. Pero todavía sostenía que era una completa necedad creer que la Madre de Dios se apareciese para complacer a Lucía.
Notas.- 1. William Thomas Walsh (1891-1949), Nuestra Señora de Fátima, Espasa-Calpe, Madrid, 1953, p. 142-158.
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